Muchos antropólogos cercanos al constructivismo social afirman que los sentimientos que a nosotros nos resultan familiares, como la ira, están ausentes en otras culturas. (Muy pocos antropólogos sostienen que hay culturas donde no existen los sentimientos). Por ejemplo, Catherine Lutz decía que los ifaluk (un pueblo de Micronesia) no experimentan nuestra «ira», sino que, en su lugar, tienen la experiencia de lo que ellos denominan song. El song es un estado de indignación desencadenado por una infracción moral, como la de romper un tabú o actuar con arrogancia. Autoriza a que uno rechace, desapruebe, amenace o critique al infractor, pero no a atacarle físicamente. La persona objeto del song experimenta otro sentimiento que se supone inexistente en los pueblos occidentales: el metagu, un estado de terror que la lleva a apaciguar al que siente song mediante disculpas, el pago de una multa o el ofrecimiento de un presente.
Los filósofos Ron Mallon y Stephen Stich, inspirados por Chomsky y otros científicos cognitivos, señalan que el tema de si el song de los ifaluk y la ira de los occidentales expresan el mismo sentimiento o sentimientos diferentes se trata de una nimiedad sobre el significado de las palabras que indican sentimientos: tanto si hay que definirlos en términos de conducta superficial o de computación mental subyacente. Si un sentimiento se define por la conducta, entonces no hay duda de que los sentimientos difieren entre las diversas culturas. Los ifaluk reaccionan emocionalmente ante una mujer que trabaje en los jardines de colocasias mientras está con la menstruación, o ante un hombre que entra en una casa donde tenga lugar un parto; nosotros, en cambio, no. Nosotros reaccionamos emocionalmente ante alguien que profiera una frase racista o levante el dedo anular; en cambio, por lo que sabemos, los ifaluk, no. Pero si un sentimiento se define por los mecanismos mentales -lo que psicólogos como Paul Ekman y Richard Lazarus llaman «programas afectivos» o «fórmulas si-entonces» (obsérvese el vocabulario computacional)-, los ifaluk y nosotros, después de todo, no somos tan diferentes.
La moraleja, pues, es que las categorías de conducta familiares -las costumbres referentes al matrimonio, los tabúes sobre la comida, las supersticiones tradicionales, etc.- ciertamente varían entre las culturas y se deben aprender, pero los mecanismos más profundos de la computación mental que las genera pueden ser universales e innatos. Las personas pueden vestir de diferente forma, pero es posible que todas pugnen por alardear de su estatus a través de su aspecto. Pueden respetar exclusivamente los derechos de los miembros de su clan o pueden extender este respeto a cualquiera de la tribu, la nación-Estado o la especie, pero en todos los casos se divide el mundo entre los «del grupo» y los «que no son del grupo». Pueden diferir en los resultados que atribuyan a las intenciones de los seres conscientes, de modo que algunos pensarán que los artefactos se fabrican deliberadamente; otros, que las enfermedades proceden de conjuros mágicos de los enemigos; y aún otros, que todo el mundo fue obra de un creador. Pero todos ellos, para explicar determinados acontecimientos, invocan la existencia de entidades con unas mentes que batallan por alcanzar unas metas.
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FUENTE: La tabla rasa: La negación moderna de la naturaleza humana, Steven Pinker. p. 67-68
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