LA REVOLUCIÓN AMERICANA (1776) Y LA FILOSOFÍA DE LOCKE
La Revolución americana (1776) y la filosofía de Locke
El
movimiento ilustrado está detrás de las ideas que inspiraron la Revolución
americana. El siglo XVIII hizo de Locke un profeta revolucionario, a pesar de
que sus ideas se dirigían originalmente a la conservación del orden establecido
tras la Revolución inglesa de 1688, ya que la época inmediatamente anterior a
1776 está saturada de un optimismo que culminó en la revolución para acabar
disolviéndose a mediados del siglo XIX. Los frutos de la Revolución americana
son las bases de la futura hegemonía estadounidense sobre el mundo occidental,
al tiempo que Francia, la cuna de la Ilustración, languidecía tras una
revolución que tuvo que repetirse dos veces más para conseguir las miseras
concesiones de Napoleón III, en 1871.
Los
ideólogos de la Revolución americana se inspiraron en el evangelio de la
Ilustración: Locke. Los principios políticos de Locke llegaron a América a
través de los ilustrados franceses, por razones evidentes: el régimen colonial
británico era para los americanos un despotismo imperialista, igual que para
los liberales franceses la monarquía borbónica. Locke, directamente, no
inspiraba nada positivo, pero los ilustrados franceses habían elaborado los
principios revolucionarios subyacentes en la filosofía política de Locke, que
en Inglaterra era conservadora.
No
obstante, tampoco hay que exagerar el carácter radical de los revolucionarios
americanos. Como dice Crossman (pág. 96):
Los ideólogos de la Constitución
americana trataron de establecer por la ley, y en la nación que habían fundado,
el predominio de aquellas clases sociales que en Inglaterra lo habían logrado
por un desarrollo continuo de tres siglos. Ni estos ni las fuerzas sociales que
entablaron la lucha en la Revolución francesa, estaban deseosos de ir más allá
de los que preconizaba Locke en sus enseñanzas políticas.
Si los
revolucionarios americanos llegaron más allá de Locke fue porque fuerzas nuevas
hicieron acto de presencia en el momento previo en que el orden burgués iba a
sufrir una nueva revolución social: con el desarrollo de la industria apareció
la clase obrera, y poco a poco surgieron nuevas demandas más allá de lo que la
burguesía estaba dispuesta a conceder sin oposición. De ahí el carácter más
democrático y no simplemente liberal de la Constitución americana.
La
revolución americana debe mucho a una interpretación radical de Locke. El
colono inglés establecido en América pudo interpretar, y casi vivir,
literalmente a Locke, pues pudo establecerse en una tierra virgen, hacer suya
una propiedad mediante el trabajo, y llegar a un contrato social con otros
colonos en igualdad de condiciones para ejercer en común sus derechos
naturales, según un orden nuevo no ligado a tradiciones ancestrales (feudalismo
europeo). El mito lockiano sobre el origen de la propiedad era realizable a los
ojos de aquellas gentes que huían de Inglaterra por no poder ejercer allí sus
derechos naturales. Allí vieron posible la creación de una nueva comunidad de
hombres, organizada sobre bases nuevas. La cuestión es que esta concepción
literal de Locke fue desarrollada en el seno de una sociedad nueva, sí, pero
crecida sobre una situación ya consolidada de diferencias sociales, puesto que
en las colonias el orden social era semejante al inglés, exceptuando a la
aristocracia: un herrero tenía tanta libertad allí como en la madre patria;
sólo un colono fronterizo vivía el mito de Locke (págs. 103-104).
Crossman
admite el peso de la interpretación literal de Locke sobre el desarrollo
ideológico de la Revolución americana. El mito lockiano era vivido por los
colonos fronterizos, y esto repercutía en los colonos establecidos y
propietarios, que veían en la aventura fronteriza una justificación profunda
para su derecho a la rebelión contra la opresión inglesa, es decir, en nombre
de los mismos derechos que reclamaban los revolucionarios ingleses en 1688
contra el absolutismo real (págs. 104-106).
Al
añadirse los movimientos populares americanos, cercanos al sentir fronterizo, a
los impulsos antibritánicos, ya en el curso de la rebelión armada, el resultado
fue la formación de un nuevo Estado nacional que abolió todo rastro de
feudalismo y tradición, para crear unas nuevas formas, decididamente burguesas.
La nación americana era una libre asociación de personas alrededor de unos
principios revolucionarios comunes, que sirvieron para construir de nuevo un
contrato social (págs. 106-108).
Pero el
radicalismo democrático americano, influido por la interpretación fronteriza de
Locke, fue marginado de la Constitución americana (1787) para mantener un orden
nuevamente favorable a los propietarios consolidados, sacrificando los logros
democráticos populares (pág. 108). El radicalismo era demasiado descentralizado
e influido por un movimiento agrícola comunitarista cuyo ideal era el retorno
al estado de naturaleza donde el control estatal es innecesario. La
interpretación literal del Locke representaba una amenaza para los que
interpretaban a Locke sólo en lo que convenía para la defensa de sus intereses.
Desde la Independencia (1776) hasta la Constitución (1787), los movimientos
fronterizos amenazaron la creación de la nación americana, y sólo el impulso de
un grupo de hombres adinerados e influyentes pudo contrarrestar los impulsos
agrícolas. En este sentido, la Constitución americana reproduce también la
teoría lockiana de los equilibrios de fuerzas: el poder central conservador
servía para frenar los impulsos democráticos periféricos, y evitaba que las
grandes propiedades fuesen amenazadas por la aspiración de los menos
beneficiados, que eran una mayoría (págs. 111-112).
Mediante
el sistema de equilibrios y frenos se impedía que a la estructura del Estado
llegaran los impulsos populares, de manera que así se aseguraba la propiedad
que en Inglaterra estaba garantizada por el acatamiento popular a la oligarquía
dominante. Resultado: oligarquía, o lo que dice Mme de Staël, república de
propietarios.
Esta
solución fue pensada para Francia; Burke es ejemplo de ello. Pero el modelo
federalista, o constitucionalista (según Burke), no era viable en un país que
había estado sometido a una monarquía absoluta y centralista, "que no
había permitido la existencia de ningún órgano independiente de gobierno
local" (pág. 142). Esto es precisamente lo que Staël señala a Burke, que
en Francia no se puede recurrir a la tradición constitucionalista y que eso
obliga a establecer una república.
Esto
enlaza con el tema La cuestión de los derechos políticos, relacionada con las
restricciones de los intelectuales y la burguesía a realizar plenamente el
modelo democrático participativo. Crossman cita un texto de Madison al respecto
de la democracia restringida, interesante, y en términos muy parecidos a los
que usa Mme de Staël.
“El
federalismo, dice Crossman, en su forma primitiva, fue creado como un dique
contra la democracia turbulenta en una tierra donde la igualdad era algo más
que una frase para uso de los filósofos" (pág. 112). Pero las ideas
fronterizas influyeron en el mito revolucionario francés. La Revolución
americana, al derivar en la formación de un Estado desde cero sobre la voluntad
de sus fundadores, pudo ser un acicate para los ideólogos franceses, con la
ayuda de Paine, a los que Burke acusa de querer
diseñar la sociedad sobre el tablero de dibujo guiados exclusivamente por la
razón.
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REFERENCIAS
Burke, Reflexiones sobre la Revolución francesa. Madrid, Rialp, 1989.
Crossman, Biografía del Estado moderno. Madrid, FCE, 1982.
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