TEXTOS: discurso de Pericles en honor de los muertos
ORACIÓN FÚNEBRE
PERICLES
Fuente: Tucídides, Historia de la Guerra
del Peloponeso II 34-46. Trascripción íntegra del texto de la edición de Gredos,
págs. 114-121. El
discurso de Pericles formaba parte de la ceremonia en honor de los primeros
muertos en la guerra contra Esparta, recién iniciada, y puede situarse, según
Tucídides, en el invierno que va de 431 a 430, después de la primera invasión
espartana sobre el Ática, de la que se retiraron sin llegar a Atenas.
A
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compañan al entierro gente de todas clases, ciudadanos o forasteros, y
las mujeres de la familia se encuentran junto a la tumba llorando. Los
entierran después en un monumento público, situado en el arrabal más hermoso de
la ciudad y en el que era costumbre sepultar a los muertos en guerra, excepto
los que murieron en la batalla de Maratón, a los cuales, en memoria de su valor
excepcional, mandaron hacer un sepulcro especial en el mismo sitio. Cuando los
han cubierto de tierra, es costumbre que un ciudadano notable, sabio y
prudente, primero en la estimación pública y hombre de talento, pronuncie en su
honor una oración y después de esto que cada cual se retire a su casa. De esta
forma llevaban a cabo el entierro de los que morían en las guerras de los
atenienses. En honor de los primeros, que fueron muertos en la guerra, fue
elegido para hablar Pericles, hijo de Jantipo; y llegado el momento oportuno,
subió a una tribuna muy elevada, desde donde pudiera ser oído por la multitud,
y pronunció este discurso:
VII
Discurso
de Pericles en honor de los muertos
“La mayoría de los que hasta este momento han
pronunciado discursos en este lugar, elogian en gran manera esta costumbre
antigua de honrar ante el pueblo a aquellos soldados que murieron en la guerra,
pero a mí, en cambio, me parece que las solemnes exequias que públicamente
celebramos hoy son el mejor elogio de aquellos que por su heroísmo las han
merecido. Y también me parece que no se debe dejar a la palabra de un solo
hombre el hablar de las virtudes y heroísmo de tan buenos soldados, ni tampoco
creer lo que diga, ya sea un buen o mal orador, pues es difícil expresarse con
justeza y moderar los elogios al hablar de cosas de las que apenas se puede
tener una ligera sombra de la verdad. Porque, si el que oye ha sido testigo de
los hechos, y quiere bien a aquel de quien se habla, siempre cree que el elogio
es insuficiente en razón de lo que él desea y de lo que sabe; y por el
contrario, al que los desconoce le parece, impulsado por la envidia, que hay
exageración en lo que supera su propia naturaleza. Los elogios pronunciados a
favor de otro pueden soportarse sólo en la medida en que uno se cree a sí mismo
susceptible de realizar las mismas acciones. Lo que nos supera, excita la
envidia y, además, la desconfianza. Sin embargo, ya que nuestros antepasados
admitieron y aprobaron esta costumbre, yo debo también someterme a ella y
tratar de satisfacer de la mejor manera posible los deseos y sentimientos de
cada unos de vosotros. Empezaré, pues, por elogiar a nuestros antepasados. Pues
es justo y equitativo rendir homenaje al recuerdo. Esta región, que han
habitado sin interrupción gentes de la misma raza, ha pasado de mano en mano
hasta hoy, guardando siempre su libertad gracias a su esfuerzo. Y si aquellos
antepasados merecen nuestro elogio, mucho más lo merecen nuestros padres. A la
herencia que recibieron añadieron, al precio de su trabajo y sus desvelos, la
potencia que poseemos, porque ellos nos la han legado. Nosotros la hemos
acrecentado. Aquellos que aún vivimos y nos encontramos en plena madurez, somos
quienes hemos aumentado y abastecido la ciudad de todas las cosas necesarias,
así en la paz como en la guerra. Nada diré de las proezas y hazañas guerreras
que nos han permitido alcanzar la situación presente, ni de la valentía que
nosotros y nuestros antepasados hemos demostrado defendiéndonos de los ataques
de los bárbaros o de los griegos. Todos las conocéis, por eso no voy a hablar
de ellas. Pero la prudencia y el arte que nos ha permitido llegar a este
resultado, la naturaleza de las instituciones políticas y las costumbres que
nos han ganado este prestigio, es necesario que sean expresadas ante todo.
Después, continuaré con el elogio a nuestros muertos. Porque me parece que en
las actuales circunstancias es oportuno traer a la memoria estas cosas y que
será provechoso que las oigan tanto los ciudadanos como los forasteros que se
han reunido hoy aquí.
“Nuestra constitución política no sigue las leyes
de las otras ciudades, sino que da leyes y ejemplo a los demás. Nuestro
gobierno se llama democracia, porque la administración sirve a los intereses de
la masa y no de una minoría. De acuerdo
con nuestras leyes, todos somos iguales en lo que se refiere a nuestras diferencias
particulares. Pero en lo relativo a la participación en la vida pública,
cada cual obtiene la consideración de acuerdo con sus méritos y es más
importante el valor personal que la clase a la que pertenece; es decir, nadie
siente el obstáculo de su pobreza o inferior condición social, cuando su valía
le capacita para prestar servicios a la ciudad. Nosotros, pues, en lo que
corresponde a la república, gobernamos libremente y, asimismo, en las
relaciones y tratos que tenemos diariamente con nuestros aliados y vecinos, sin
irritarnos porque obren a su manera, ni considerar como una humillación sus
goces y alegrías, que a pesar de no producirnos daños materiales, nos ocasionan
pesar y tristeza, aunque siempre tratamos de disimularlo. Al tiempo que no existe
el recelo en nuestras relaciones particulares, nos domina el temor de infringir
las leyes de la república, sobre todo obedecemos a los magistrados y a las
leyes que defienden a los oprimidos y, aunque no estén dictadas, a todas
aquellas que atraen sobre quien las viola un desprecio universal.
“Y, además, para mitigar el trabajo, hemos
procurado muchos recreos al alma; hemos instituido juegos y fiestas que se
suceden cada año; y hermosas diversiones particulares que a diario nos procuran
deleite y disminuyen la tristeza. La grandeza e importancia de nuestra ciudad
atrae los frutos de otras tierras, de modo que no sólo disfrutamos de nuestros
productos, sino de los que nacen en el universo entero.
“En lo que se refiere a la guerra, somos muy
distintos a nuestros enemigos, porque nosotros permitimos que nuestra ciudad
esté abierta a todas las gentes y naciones, sin vedar ni prohibir a cualquier
persona que adquiera informes y conocimientos, aunque su revelación pueda ser
provechosa a nuestros enemigos; pues confiamos tanto en los preparativos y
estrategias como en nuestros ánimos y vigor en la acción. Y aunque otros, en
cuanto a la educación, acostumbren, mediante un entrenamiento fatigoso desde
niños, su potencia viril; nosotros, a pesar de nuestra forma de vivir, no somos
menos osados y valientes para afrontar el peligro cuando la necesidad lo exige.
De esto es buena prueba que los lacedemonios jamás se atrevieron a entrar en
nuestra tierra sin ir acompañados de todos sus aliados; mientras que nosotros,
sin ayuda alguna, hemos hecho incursiones en el territorio de nuestros vecinos
y muchas veces, sin gran dificultad, hemos derrotado en país extraño a los
adversarios que defendían sus propios hogares. Ninguno de nuestros enemigos se
ha atrevido a atacarnos cuando habíamos reunido todas nuestras fuerzas, tanto a
causa de nuestra experiencia en las cosas del mar, como por los muchos
destacamentos que tenemos en diversos lugares de nuestro territorio. Si por
azar nuestros enemigos derrotan alguna vez a un destacamento de los nuestros,
se jactan de habernos vencido a todos y si, por el contrario, les derrota una
parte de nuestras tropas, dicen que han sido atacados por todo el ejército.
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El gran historiador Tucídides |
“Y efectivamente preferimos el reposo y el sosiego
cuando no estamos obligados por necesidad al ejercicio de trabajos penosos y
también [preferimos] el ejercicio de las buenas costumbres a vivir
siempre con el temor de las leyes; de forma que nonos exponemos al peligro
cuando podemos vivir tranquilos y seguros, prefiriendo la fuerza de la ley al
ardor de la valentía. Tenemos la ventaja de no preocuparnos por las
contrariedades futuras. Cuando llegan, estamos en disposición de sufrirlas con
buen temple como los que siempre han estado acostumbrados a ellas. Por estas
razones y otras más aún nuestra ciudad es digna de admiración. Al tiempo que
amamos simplemente la belleza, tenemos una fuerte predilección por el estudio.
Usamos la riqueza para la acción, más que como motivo de orgullo, y no nos
importan confesar la pobreza, sólo consideramos vergonzoso no tratar de
evitarla. Por otra parte, todos nos preocupamos de igual modo de los asuntos
privados y públicos de la república que se refieren al bien común o privado y
gentes de diferentes se preocupan también de las cosas públicas. Sólo nosotros
juzgamos inútil y negligente al que no se cuida de la república. Decidimos por
nosotros mismos todos los asuntos de los que antes nos hemos hecho un estudio
exacto: para nosotros, la palabra no impide la acción, lo que la impide es no
informarse antes detenidamente de ponerla en ejecución. Por esot nos
distinguimos, porque sabemos emprender las cosas aunando la audacia y la
reflexión más que ningún otro pueblo. Los demás, algunas veces por ignorancia,
son más osados de lo que requiere la razón, y otras, por querer fundarlo todo
en razones, son lentos en la ejecución.
“Sería justo tener por valerosos aquellos que, aun
conociendo exactamente las dificultades y ventajas de la vida, no rehúyan el
peligro.
“En lo que se refiere a la generosidad, también
somos muy distintos a los demás, porque procuramos adquirir amigos
dispensándoles beneficios antes que recibiéndolos de ellos, pues el que hace un
favor a otros está en mejor condición que quien lo recibe para conservar su
amistad y benevolencia, mientras que el favorecido sabe que ha de devolver el
favor, no como si hiciera un beneficios, sino en pago de una deuda. También
somos los únicos en usar la magnificencia y liberalidad con nuestros amigos y
no tanto por cálculo de la conveniencia como por la confianza de la libertad.
“En una palabra, afirmo que nuestra ciudad es, en
conjunto, la escuela de Grecia, y creo que los ciudadanos son capaces de
conseguir una completa personalidad para administrar y dirigir perfectamente a
otras gentes en cualquier aspecto. Y todo esto no es una exageración retórica
dictada por las circunstancias, sino la misma verdad; la potencia que estas
cualidades nos han conquistado, os lo demuestran claramente. Atenas es la única
ciudad del mundo que posee más fama que todas las demás. Es la única que no da
motivos de rencor a sus enemigos por los daños que les inflige, ni desprecio a
sus súbditos por la indignidad de sus gobernantes. Esta potencia la demuestran
importantes testigos y de una manera definitiva para nosotros y para nuestros descendientes.
Ellos nos tendrán en gran admiración sin que tengamos necesidad de los elogios
de un Homero, ni de ningún otro, para adornar nuestros hechos con elogios
poéticos capaces de seducir únicamente, pero cuya ficción contradice la
realidad de las cosas. Sabido es que gracias a nuestro esfuerzo y osadía hemos
conseguido que la tierra y el mar por entero sean accesibles a nuestra audacia,
dejando en todas partes monumentos eternos de las derrotas infligidas a
nuestros enemigos y de nuestras victorias.
“Esta es la ciudad pues que con razón estos hombres
no han querido dejar que fuera mancillada y por la cual han muerto
valerosamente en el combate; nuestros descendientes están dispuestos a sufrirlo
todo para mantener su defensa. Por estas razones me he extendido al hablar de
nuestra ciudad ya que quería demostraros que no luchamos por lo mismo que los
demás, sino por algo tan grande que nada lo iguala, y también para que el
elogio de los hombres objeto de nuestro discurso fuese claro y veraz. He terminado
ya con la parte principal. La gloria de la república se debe al valor de estos
soldados y de otros hombres semejantes. Sus actos están a la altura de su
reputación y existen pocos griegos de los que pueda decirse lo mismo. A mi
parecer nada demuestra mejor el valor de un hombre que este final, que entre
los jóvenes es un indicio y una confirmación entre los viejos. En efecto,
aquellos que no pueden hacer otro servicio a la república es justo que se
muestren valerosos en la guerra; pues han borrado el mal con el bien y sus
servicios públicos han sobradamente las equivocaciones de su vida privada.
Ninguno de ellos se dejó seducir por las riquezas hasta el punto de preferir
los deleites a su deber, ni tampoco ninguno dejó de exponerse al peligro con la
esperanza de escapar de la pobreza y hacerse rico, convencidos de que era
preciso el castigo del enemigo al goce de estos bienes, y mirando este riesgo
como el más hermoso, quisieron afrontarlo para castigar al enemigo y hacerse dignos de estos
honores. Sólo tuvieron confianza en ellos mismos en el momento de obrar y al
encontrarse ante el peligro sostenidos por la esperanza incluso ante la
incertidumbre del éxito. Prefirieron buscar su salvación en la destrucción del
enemigo y en la misma muerte que en el cobarde abandono; así escaparon al
deshonor y perdieron su vida. En el azar de un instante nos han dejado
alcanzando la mayor cima de la gloria y no el bajo recuerdo de su miedo.
“Así es como se mostraron dignos hijos de la
ciudad. Los supervivientes deben hacer todo lo posible para conseguir una
suerte mejor pero deben mostrarse al mismo tiempo intrépidos contra sus
enemigos, considerando que la utilidad y provecho no se pueden reducir a las
palabras de un discurso. También sería retrasarse inútilmente enumerar ante
gente perfectamente informada, como lo sois vosotros, todos los esfuerzos
encaminados a la defensa del país. Cuanto más grande os parezca el poder de la
ciudad, más debéis pensar que existieron hombres esforzados y valientes que se
lo procuraron por haber sabido practicar la audacia como sentimientos de un
deber y haberse conducido con honor durante toda su vida. Y cuantas veces
fracasaron no se creyeron en el derecho de privar a la ciudad de su valor y es
así como le sacrificaron su virtud como la más noble contribución, haciendo el
sacrificio de su vida en común y adquiriendo cada uno por su parte una gloria
inmortal que les ha ganado sepultura honorable. Y esta tierra donde ahora
descansan no es tanto como el recuerdo inmortal siempre renovado y ensalzado en
discursos y conmemoraciones. Los hombres eminentes tienen la tierra entera por
tumba. Lo que atrae la atención hacia ellos no es sólo las inscripciones
funerarias grabadas sobre la piedra; tanto en su patria como en los países más
alejados, su recuerdo persiste a pesar del epitafio, conservado en el
pensamiento y no en los monumentos.
“Envidiad pues su suerte, decid que la libertad se
confunde con la felicidad y el valor con la libertad y no miréis con desprecio
los peligros de la guerra. No penséis que los ruines y cobardes que no tienen
esperanza de mejor suerte son más razonables en guardar su vida que aquellos
cuya vida está expuesta al peligro se aventuran a pasar de la buena a la mala
fortuna y que si fracasan verán su suerte completamente transformada. Pues para
un hombre sabio y prudente es más dolorosa la cobardía que una muerte afrontada
con valor y animada por la esperanza común.
“Por tanto no me compadezco por la suerte de los
padres que estáis presentes, sólo me limitaré a consolarles. Ellos saben que
entre las desventuras y peligros a que estuvieron sujetos durante su vida se
han ganado una merecida felicidad alcanzando esta honrosa muerte como
guerreros, al tiempo que vosotros recibís el dolor más honroso viendo coincidir
la hora de su muerte con la medida de su felicidad. Sé muy bien cuán difícil es
persuadiros. Ante la felicidad de los demás, felicidad de la que vosotros no
habéis gozado, llegaréis en muchos momentos a recordar la memoria de vuestros
desaparecidos. Ahora bien, sufrimos menos cuando nos privamos de los bienes que
no hemos aprovechado que de la pérdida de aquellos a los que estamos
habituados. Es preciso por tanto sufrirlo pacientemente y consolaros con la
esperanza de tener otros hijos, aquellos de vosotros que todavía estáis en
edad. En vuestra familia los hijos que tengáis en adelante os harán olvidar a
los que ya no existen; y la ciudad ganará una doble ventaja: su población no
disminuirá y la seguridad estará garantizada, pues lo que entregan a sus hijos
al peligro en bien de la república, como lo han hecho los que perdieron a los
suyos en esta guerra, inspiran más confianza que los que no lo hacen. En cuanto
a los que no tenéis esta esperanza, recordad la suerte que habéis tenido
gozando de una vida cuya mayor parte ha sido feliz; el resto será corto ¡que la
gloria de los vuestros consuele vuestra pena!; sólo el amor de la gloria no
envejece y en la vejez no es capaz de seducirnos el amor al dinero, como
algunos pretenden, sino los honores que nos dispensan.
“Y vosotros, hijos y hermanos de estos muertos,
pensad en lo que os obliga su valor y heroísmo. No hay hombre que no elogie la
virtud y esfuerzo de los que murieron. A vosotros, a pesar de vuestros méritos,
os será muy difícil alcanzar su mismo nivel, y no digamos superarlo. Porque,
entre los vivos, el afán de emulación
provoca siempre la envidia, mientras que todos elogian y honran a los
que mueren. También haré mención de las mujeres que han quedado viudas,
expresando mi pensamiento en una breve exhortación: toda su gloria consiste en
no mostrarse inferiores a su naturaleza y a que se hable de ellas lo menos
posible entre la gente, tanto en bien como en mal.
“He terminado. Conforme a las leyes, mis palabras
han expresado todo lo que me pareció útil. En cuanto a los honores reales, han
sido ya rendidos en parte a los que aquí yacen más honrados por sus obras que
por mis palabras. En adelante, sus hijos, si son menores, serán adecuados hasta
su adolescencia corriendo los gastos a cargo del Estado. Es una corona ofrecida
por la ciudad a fin de recompensar las víctimas de estas batallas y sus
supervivientes; pues los pueblos que recompensan la virtud con magníficos
premios obtienen también los mejores ciudadanos.
“Ahora, una vez que habéis llorado en honor de los
desaparecidos, retiraos.”[1]
De esta manera se celebró el entierro en este
invierno con el que acabó el primer año de guerra.[2]
[1] Final
semejante al de la “Oración fúnebre” de Menexeno, en el diálogo homónimo de
Platón.
[2] Se refiere
al período que va de la primavera de 431 a la primavera de 430 a. C.
Un impresionante discurso sobre la libertad y el amor a la patria. Lo de menos es si lo pronunció realmente Pericles o es una invención de Tucídides. El resultado es el mismo. Un abrazo desde las islas Canarias.
ResponderEliminarUn abrazo y gracias por leer...
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