LA MENTALIDAD MÍTICA JÓNICO-HOMÉRICA

Enlazado con las tradiciones populares encontramos el pensamiento homérico, que es esencial para entender el desarrollo de la primera filosofía griega. El paso del mito al logos se produce en este contexto, y no en el órfico, porque desde el pensamiento homérico es posible realizarlo, ya que él ya ha realizado los primeros pasos en esa dirección: por un lado, Homero inicia una racionalización de la creencia religiosa; por otro, su concepción del alma, de la vida y de la muerte es también complementaria de tal racionalización, y afianza el materialismo derivado de ella.
Homero es, en cierto sentido, un descreído, un incrédulo en comparación con los personajes micénicos protagonistas de su épica. Lo es tanto que llega a ridiculizar a algunos dioses, como hace Arquíloco pero no se atreve Píndaro. Por eso a Homero se le puede considerar como quien da un paso más hacia el racionalismo religioso griego, que conducirá desde el politeismo mitológico al monoteísmo abstracto de Jenófanes, que se mueve desde las personificaciones de los dioses, pasando por su conversión en seres abstractos, hasta alcanzar al Ser identificado con los divino.
Por otro lado, los criterios morales de los dioses arcaicos, que son la base de la fe primitiva (creer en los dioses a pesar de sus escandalosos actos de lujuria y su escasa moralidad), se transformarán en criterios más intelectuales, dando lugar a la posterior teología racional de Heráclito, Anaxágoras, Platón, Aristóteles, etc. Homero se halla precisamente entre ambas orillas, a medio camino, pues sus personajes, hijos y nietos de dioses, son ya demasiado humanos, demasiado conscientes de su condición de mortales, y comienzan a sentirse hombres.
Para la perspectiva jónico-homérica, el alma es un aliento, algo que separa lo humano de lo divino. En Homero, el alma está separada del cuerpo, pero le aporta el aliento de la vida. Cuando el cuerpo muere, el alma sobrevive para llevar una desgraciada existencia en el Hades, porque no se une a los dioses; tras la muerte, el mundo humano sigue separado del mundo divino, y la vida terrenal adquiere por ello un carácter único que ha de aprovecharse (Kirk & Raven, pág. 23).
El hombre homérico es un ser desgraciado. “Porque no hay un ser más desgraciado que el hombre, entre cuantos respiran y se arrastran por la tierra”, dice Zeus a la muere de Patroclo (Ilíada XVII).
Lo cierto es que en el reparto de los bienes, los dioses no tuvieron compasión por los humanos:
“Los dioses destinaron a los míseros mortales a vivir en la tristeza, y sólo ellos están descuitados. En los umbrales del palacio de Zeus hay dos toneles de dones que el dios reparte: en uno están los males y en el otro los bienes, unas veces topa con la desdicha y otras con la buenaventura; pero el que tan sólo recibe penas vive con afrenta, una gran hambre le persigue sobre la divina tierra, y va de un lado a otro sin ser honrado ni por los dioses ni por los hombres”, dice Aquiles (Ilíada XXIV).

Con todo, si los humanos son unos desgraciados, mucho peor están los muertos, según la mentalidad homérica, que recoge las ideas jónicas. El mundo de ultratumba es un lugar donde no ocurre nada (no es un infierno en el sentido cristiano), pero por eso mismo el jonio siempre preferirá estar vivo, a pesar de esa desgraciada condición. En otro texto de Homero (Odisea XI 467ss), hallamos uno de los mejores ejemplos del vitalismo jónico, tan opuesto al órfico. En este pasaje, Ulises ha bajado hasta el Hades, donde residen las almas de los muertos, “donde en sombras están los humanos privados de fuerza”, y se encuentra con alguno de los héroes de Troya, muertos en la guerra. Aquiles reina sobre esas almas y sin embargo preferiría ser cualquier siervo de cualquier campesino , pero estar vivo (hay referencias similares en Apolodoro, Epítomes o Biblioteca 5.5; y en Platón, sobre la Isla de los Bienaventurados, en el Fedón 107ac, como contrapunto).

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