RESEÑA: la gastritis de Platón (1999)

Antonio Tabucchi, fallecido en marzo de 2012

Reseña mía del excelente libro de Antonio Tabucchi, La gastritis de Platón (Barcelona, Anagrama, 1999), publicada en Lateral, en el número de enero de 2000.




















 
GASTRITIS, ARDORES Y FUEGOS VARIOS



En tiempos de crisis cultural es lógico y hasta necesario que se presenten discusiones sobre la función del intelectual en la sociedad. Es lo que ocurre en el último libro de Antonio Tabucchi, La gastritis de Platón, que curiosamente no es una novela sino un ensayo epistolar, versión postmoderna del diálogo platónico, y género muy apropiado para un tema tan abierto como el señalado. Además, el autor se ha dejado llevar por su pasión literaria, así que el lector encontrará en este ensayo una interesante trama narrativa por la que se canaliza la discusión puramente teórica.

La trama comienza con la referencia a un artículo de Umberto Eco en un semanario italiano, en el que afirma que lo único que puede hacer un intelectual cuando hay fuego en su casa es llamar a los bomberos. Eco es una especie de pesimista ilustrado que no ve en el intelectual ningún papel a corto plazo, y cuya actividad puede tener repercusiones sociales sólo en el lejano horizonte del porvenir. El intelectual puede dirigir un periódico, planificar un programa de estudios, gestionar una escuela, etc., de manera que con el paso del tiempo su benéfica influencia se notará en la formación de sus conciudadanos. Pero en lo esencial, el intelectual ha de saber llevar su propia cotidianeidad con la misma resignación que cualquiera de sus vecinos.

El debate se pone en marcha en cuanto que Tabucchi defiende otro modelo de intelectual, más cercano al artista y al actor esporádico, que está en su tiempo y actúa para su tiempo y para cambiar su sociedad. El intelectual ha de ser un elemento perturbador de su mundo, ha de ser capaz de poner en crisis a sus semejantes. Su cometido va más allá de la tarea de funcionario de la cultura, y tiene como ejemplos a Pasolini, Sciascia, al tábano socrático, y al protagonista de Afirma Pereira. El intelectual ha de estar en el presente, crear, y sobre todo, perturbar, incomodar a sus conciudadanos.

El intelectual ha de provocar auténticas gastritis en la población, en lugar de limitarse a dialogar con sus colegas; instalado en sus funciones, en su misión a largo plazo, corre, además, riesgos en los que Eco no ha reparado. Cuenta Tabucchi la historia de un joven italiano, poco favorecido por el destino, pues se hallaba encarcelado a causa de haber sufrido un incendio en su propiedad y haber llamado a los bomberos. El joven había seguido el consejo de Eco y había acabado en la cárcel. No basta llamar a los bomberos en un país donde los servicios públicos, la justicia y el funcionariado están corrompidos hasta la médula. En un país así, un intelectual no puede sentarse cada día en su cátedra, instruir a sus alumnos, escribir buenos libros, y esperar que algún día lejano el fascismo, la mafia, el racismo y otras lacras desaparezcan del escenario. Como hubiera dicho Jan Patocka, un intelectual no debe limitarse a ganarse el pan, que es algo muy honroso pero pobre respecto del tipo de materiales que el intelectual maneja.

Con todo, el pesimismo de Eco queda intacto, porque el atractivo del modelo que Tabucchi propone es insuficiente ante el aplastante peso de la realidad cotidiana. El intelectual de Tabucchi es aún moderno y resistente a los cambios, y en este sentido parece consagrado a eternizarse como ideal inalcanzable. El modelo de Eco es, en cambio, real, presente y ejemplificable, pero además es resistente a las tentaciones de idealizar el papel del intelectual. Es un elemento escéptico en una sociedad crédula, un elemento consciente de que todas las cartas están marcadas a favor de algunos jugadores, y lo han estado siempre. El tábano socrático murió envenenado, y nada ha cambiado desde entonces: el sexo, el dinero y los dioses (no necesariamente en este orden) siguen siendo las tres grandes obsesiones de los humanos. 

La conclusión es que no se puede prescindir de ninguno de los modelos de intelectual: el que actúa en el presente cuando es llamado por su conciencia, y el que piensa a largo plazo, también impulsado por su conciencia. Ni siquiera Eco apuesta por el intelectual integrado cuando aconseja llamar a los bomberos en caso de fuego, como quien confía ciegamente en un servicio público que está para eso, para apagar fuegos y nada más. Ese es el típico fariseo que pone las manos para recibir las monedas a cambio de satisfacer al público. Nada hay como una pizca de idealismo junto a una buena dosis de incredulidad para sintetizar la auténtica labor del intelectual, ni apocalíptica, ni integrada.








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