RESEÑA: "La rebelión de las masas", de Ortega y Gasset (1929)



La rebelión de las masas” (1929), de Ortega y Gasset, es ya un libro intempestivo aunque no por ello carente de interés. Al contrario, en su desfase radica su actualidad, porque asistimos (e incluso algunos festejan) a la victoria de las masas después de aquella rebelión que Ortega describiera. Las masas han triunfado hasta tal punto que en las guerras se teme por ellas, se lucha contra ellas, y el espectáculo que la guerra compone no podría entenderse sin ellas, sin los millones de espectadores que en los últimos meses han compartido su mesa con la guerra. Tal cosa no constituye ninguna novedad esencial, sino que confirma la tendencia iniciada en Vietnam, cuando la guerra, en cuanto espectáculo, dio sus primeros y exitosos pasos.

Lo que principalmente interesa de Ortega es su análisis del protagonismo social y político de la muchedumbre convertida en masa. Su tesis es que siempre ha habido muchedumbres, pero en el momento en que escribe, las masas han desbordado cuantitativa y cualitativamente el lugar que antes ocupaban, en el fondo de la sociedad, ocultos por el indiscutible liderazgo de las minorías y las élites. Ahora, esas minorías han sido desplazadas y en el escenario ya no actúan personajes individuales identificables, sino solamente una informe masa, un coro que repite lemas y consignas preparadas por los medios de información y conformación de opiniones, y maduradas en las disputas de los cafés. No nos engañemos: el “no a la guerra” europeo y el “sí” americano han sido coreados por las masas sin apenas un análisis, sobre todo porque todo análisis ha de ser individual y tanto lo individual como lo analítico son incompatibles con los movimientos de masas.

En suma, las masas se rebelaron porque deseaban ocupar el lugar clásicamente adscrito a las minorías. La rebelión se inició con la Revolución francesa, que no fue una rebelión de masas, sino de élites, pero en ella las muchedumbres jugaron por primera vez un papel activo junto con los medios de comunicación de masas. Carlyle, al estudiar el acontecimiento francés, advierte que “la especie humana es, en resumen, como cuerdas afinadas y con infinita concordancia y unidad. Pulsáis una y todas empiezan a responder en tono dulce o en el tono furioso de la demencia”.[1]

La rebelión de las masas se consumó durante el siglo XIX, y culminó a mediados del XX con la transformación de las democracias liberales _donde las masas votaban pero no dirigían_ en las democracias de opinión _donde los dirigentes rinden pleitesía a las masas_. Es evidente que al aristocrático Ortega no simpatiza con este movimiento, y no por su indisimulada aversión a la democracia popular, sino porque las masas suplantan a las minorías ilustradas sin la menor voluntad de dejar de ser masas, es decir, sin voluntad de ilustración. En pocas palabras: la realización del sufragio universal no conduce directamente al fortalecimiento de una democracia con sentido cívico.

Ortega confiaba en las democracias liberales, dirigidas por una élite ilustrada, porque creía imposible ilustrar a las masas. Por naturaleza, las masas sienten aversión por las ideas. 



No se trata de que el hombre-masa sea tonto. Por el contrario, el actual es más listo, tiene más capacidad intelectiva que el de ninguna otra época. Pero esa capacidad no le sirve de nada; en rigor, la vaga sensación de poseerla le sirve sólo para cerrarse más en sí y no usarla. De una vez para siempre consagra el surtido de tópicos, prejuicios, cabos de ideas o, simplemente, vocablos hueros que el azar ha amontonado en su interior y, con una audacia que sólo por la ingenuidad se explica, los impondrá dondequiera. Esto es lo que en el primer capítulo enunciaba yo cono característico de nuestra época: no que el vulgar crea que es sobresaliente y no vulgar, sino que el vulgar proclame e imponga el derecho a la vulgaridad, o la vulgaridad como un derecho.[2]

En su momento es evidente que el optimismo kantiano sobre las posibilidades del proyecto ilustrado de cara al progreso político de Europa se ha venido abajo. La Ilustración se ha quedado en las cátedras e incluso es desde ellas atacada, pero, contra lo que Kant pensaba, se mantuvo en su torre de marfil sin bajar a la caverna de la calle. Kant era plenamente consciente de las dificultades de tal tarea, pues se trataba de vencer con la mera razón a los prejuicios heredados del feudalismo y la religiosidad. Desconfiaba del pueblo tanto como Ortega porque era también consciente de las dificultades de ilustrarlo, y por eso creía que era mejor realizar la reforma política desde arriba. Así, la ilustración pasaría de las minorías al pueblo dando tiempo para que éste madurase hasta alcanzar la posibilidad de desligarse del despotismo y realizar la democracia. Pero disociar ideas tradicionalmente inseparables cuesta mucho más que asociar otras nuevas. La razón ilustrada fracasó en esta tarea, aunque habría que preguntarse si este fracaso se ha debido más a los abusos de la razón misma o a su incapacidad de luchar contra los monstruos del prejuicio romántico, siempre preparados para emerger al menor descuido.


El desliz romántico

Ortega advierte, pasados dos siglos, el carácter explosivo de la Ilustración, que se fue de las manos de los déspotas bienintencionados en los que Kant confiaba. Al idealizar la libertad y la igualdad política no se puede evitar que las consignas lleguen a estadios intermedios entre los déspotas y los súbditos, a través de la libertad de pensamiento y expresión. Cierto que lo que circula a finales del siglo XVIII ya no son los mensajes originales de los filósofos racionalistas, sino la versión de los pensadores románticos e idealistas, que dieron a la libertad y la igualdad un carácter más social que político, más a tono con el Volkgeist. Al incidir en lo social, dejando en la cuneta al individualismo liberal, pusieron el germen de la sociedad de masas.

Así, concluye Ortega, la rebelión de las masas ha sido una consecuencia lógica del proyecto ilustrado mismo, sólo que una consecuencia fallida, no prevista y no deseada. Pero, se pregunta, “¿no era esto lo que se quería? ¿Qué el hombre moderno se sintiese amo, dueño y señor de sí mismo y de su vida?” Los que se quejan del resultado son como niños, que “quieren una cosa, pero no sus consecuencias”.

El proyecto ilustrado contaba con liberar al hombre de la masa en el sentido feudal del término, esto es, del enorme conjunto de prejuicios y supersticiones, de ideas asociadas que se habían mantenido unidas durante siglos bajo el dominio político, social y cultural de unos pocos. La propuesta de Kant, y aún antes la de Descartes (al respecto de la cual la segunda parte del Discurso del método no tiene desperdicio), consistía en problematizar el prejuicio, poner en cuestión el orden cultural imperante, disociar las ideas tradicionales desde la convicción de que cada cual, individualmente, puede pensar por sí mismo y romper los vínculos que se ha dejado inculcar desde la infancia por no poderlos examinar racionalmente. Ya se sabe que la infancia es ese estado en que se permanece si no se madura racionalmente. La fuerza del prejuicio radica precisamente en que es una creencia inculcada tempranamente, cuando aún no es posible ponerla en cuestión. La fe religiosa, o el apego por dogmas políticos o tribales, es el resultado de asociar unas ideas en la mente de un sujeto infantil (condición independiente de la edad física) que aún no está preparado para dudar y, en cambio, cree todo lo que le dicen los demás. Cuando esa mente madura, la fuerza del prejuicio es tal que resiste los esfuerzos de la razón en separa las ideas inculcadas, y sólo en unos pocos casos lo consigue totalmente. Sólo en la plena madurez de la racionalidad es posible derribar todo el edificio para construir uno nuevo sobre las ruinas del anterior.

El error ilustrado consistió precisamente en creer que el proceso crítico-reconstructivo sería posible y seguiría los pasos previstos desde la cátedra: mediante la progresiva ilustración de la masa, los individuos podrán paulatinamente reclamar y conseguir derechos políticos que les permitan participar activamente en la construcción social, pero no antes de salir de ese estado de infancia racional. Sin embargo, la efervescencia romántica consiguió que en el siglo XIX se conquistaran los derechos antes de alcanzar la ilustración. Y cuando ésta se extendió por Europa, ya entrado el siglo XX, en absoluto pensaron los ingenieros sociales cuán fácil es perderla de una generación a otra, y cuán fácil es recuperar los prejuicios que la racionalidad había neutralizado con grandes esfuerzos.

Ortega tiene el mérito de comprender que la pugna entre racionalidad y prejuicio ha terminado con la victoria de éste, mucho más potente. Como resultado, el pueblo, la sociedad masa, tiene el poder de gobernarse a sí mismo gracias a la democracia plena, pero los individuos, componentes materiales de ese pueblo, no están ilustrados sino que, al contrario, han vuelto a la infancia y han intensificado su ingenuidad, su conformidad con lo dado y su confianza en las circunstancias, como si éstas fueran siempre fruto de una naturaleza inocente, ajena a los intereses de otros hombres.


El consumo de masas

La reflexión de Ortega sobre la minusvalía crítica de las masas está muy vinculada al desarrollo de la sociedad de consumo, que en su época comenzaba a despuntar. La excesiva confianza de las masas se debe a que han crecido en una época de gran desarrollo económico y de cierta abundancia de productos para el consumo. Tal cosa genera la condición de creer que la naturaleza garantiza esa abundancia, como cuando un niño cree que la leche está en el supermercado y siempre estará allí. El problema no radica en ignorar el verdadero origen de la leche, pues en el fondo es una cuestión de tiempo y madurez descubrirlo, sino la total ausencia de inquietud al respecto del origen de la leche, la conformidad con la idea simple y circunstancial de que la leche está en el supermercado y la permanencia del supermercado nos garantiza la regular continuidad de la leche. Puro empirismo aplicado a lo social.

Su descripción del consumo de masas es muy afortunada:

Tómese una cualquiera de nuestras actividades; por ejemplo, comprar. Imagínense dos hombres, uno del presente y otro del siglo XVIII, que posean fortuna igual, proporcionalmente al valor del dinero en ambas épocas, y compárese el repertorio de cosas en venta que se ofrece a uno y a otro. La diferencia es casi fabulosa. La cantidad de posibilidades que se abren ante el comprador actual llega a ser prácticamente ilimitada. No es fácil imaginar con el deseo un objeto que no exista en el mercado, y viceversa: no es posible que un hombre imagine y desee cuanto se halla a la venta. Se me dirá que, con fortuna proporcionalmente igual, el hombre de hoy no podrá comprar más cosas que el del siglo XVIII. El hecho es falso. Hoy se pueden comprar muchas más, porque la industria ha abaratado casi todos los artículos.[3]

Si ha esto añadimos la igualación de las fortunas, entonces obtenemos una masa ingente de población con grandes posibilidades de absorber la producción de productos de consumo. Por otro lado, proyectar las ideas de Ortega sobre nuestro presente inmediato conlleva ciertos riesgos, porque la sociedad de masas ha sufrido recientemente una rebelión interna contra la masificación, en nombre de la personalización y del primado del individuo. No basta consumir ese producto que todo el mundo compra: ahora hay la opción _o mejor, la obligación_ de configurar nuestra adquisición según nuestro gusto o nuestras necesidades personales. Al consumo masivo, del que Ortega da perfecta cuenta en su libro, se le ha añadido un factor nuevo: la diferenciación del sujeto respecto de los otros, en vistas a constituir nuevas minorías.

Esta rebelión de los individuos contra la masa es un elemento  contemporáneo que naturalmente se halla ausente de la reflexión de Ortega, puesto que como fenómeno aparece después de 1950. Pero Ortega constata perfectamente en su momento los mecanismos de diferenciación que se atribuyen a la formación de las minorías, y que son válidos para explicar el proceso de personalización y su tendencia al enraizamiento localista: búsqueda de un perfeccionamiento narcisista a través de la diferenciación individual y la identificación con una minoría.

Otro elemento de la actualidad que Ortega descuida es la tecnificación de la vida. Ortega asocia el auge de las masas con el fin de la cultura y la amenaza de la barbarie. No se trata de un momento especial de la historia, pues todas las civilizaciones han estado amenazadas por su opuesto, la barbarie, sobre todo en momentos de decadencia. Sin embargo, Ortega descarta la intervención de la técnica en este proceso y subestima el poder de atracción de la misma. Considera que la tecnología no puede sobrevivir en una sociedad sin apego por la cultura, porque la técnica depende de la ciencia y ésta de sujetos interesados por ella como conocimiento con valor por sí mismo, frente a la técnica, que posee un valor meramente instrumental. Critica a Spengler por prever la supervivencia de la técnica a la crisis de la cultura, pero el desarrollo del siglo XX ha dado la razón al alemán: la tecnología ha crecido al margen de la ciencia teórica y más aún, la ha suplantado y le ha proporcionado objetos de conocimiento teórico. No hace falta añadir que ese conocimiento ha sido primordialmente impulsado por los intereses militares, y que Ortega pudo advertirlo a raíz de los grandes avances científico-técnicos posteriores a la I Guerra Mundial.

Tampoco parece contar Ortega con el empuje que recibe la tecnología desde el mundo industrial y comercial, orientada al consumo de masas. El desarrollo tecnológico no sigue al teórico, sino que lleva su propio camino paralelo al de la sociedad de masas. La técnica se sostiene porque hay una confianza ciega en ella, no como fuente de conocimiento, sino como garantía de seguridad y bienestar.

Hasta aquí no hay duda del interés que el texto de Ortega tiene para todo aquel actualmente interesado por investigar la crisis de la ilustración y sus consecuencias. Es una visión rica y erudita, separada de la perspectiva marxista y ajena a la puramente analítica, y por ello enriquecedora del horizonte de la filosofía del siglo XX. Evidentemente no es el único autor que puede servir de tábano frente a las numerosas tentaciones acríticas ante el pluralismo político y filosófico. El lector español puede descubrir en él una temprana acusación contra la posmodernidad, amén de una gran profusión argumental y una calidad literaria poco habitual en el terreno de la filosofía. Se trata seguramente de nuestro último clásico del pensamiento.


[1] Thomas Carlyle, Historia de la Revolución francesa, pág. 531.
[2] Ortega y Gasset, La rebelión de las masas VIII, págs. 83-84.
[3] Ortega y Gasset, Rebelión de las masas IV, pág. 60.

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