FREUD SEGÚN ONFRAY



¿Qué buscabais en la cama de vuestros padres a los seis o siete años?

Quizá vosotros no os acordéis porque esas cosas se reprimen lo antes posible, pero buscabais esto: vosotros, los chicos, acostaros con vuestra madre, hacer de ella vuestra esposa y vuestra mujer y, por consiguiente, suprimir real o simbólicamente a vuestro padre, un rival en dicha cama; en cuanto a vosotras, las chicas, deseabais lo mismo con vuestro padre: teníais ganas de hacer de él vuestro marido, vuestro esposo, así que considerabais a vuestra madre como una inoportuna cuya desaparición, real o simbólica, deseaba vuestro inconsciente. Que no cunda el pánico, todos estamos en el mismo barco y todos hemos conocido ese momento en nuestro existencia.

Todos nosotros hemos estado en la piel de ese niño y hemos atravesado esa etapa, más o menos felizmente, que se denomina el complejo de Edipo. Algunos han conseguido salir bien del apuro y viven una existencia sensual y sexual relativamente equilibrada, en cambio, otros no han tenido esa suerte y sufren un cotidiano vagabundeo, de confusión e incertidumbres, en el terreno afectivo y amoroso. Pues puede que el padre del sexo opuesto se haya manifestado claramente en contra de ese proyecto edípico, sin odio ni violencia, sin trauma ni agresividad y, para vosotros, esa es la mejor de las hipótesis; o puede que no lo haya hecho con suficiente claridad, dejándoos creer que vuestro deseo podría realizarse algún día, en cuyo caso el malestar ha comenzado.


Abrazar demasiado al bebé hace pupa

Porque los padres deben enseñar reglas a sus hijos. Principalmente la prohibición del incesto, la interdicción de relaciones sexuales entre individuos de la misma sangre. Distinguimos la exogamia (se enseña que los maridos y las mujeres se buscan y se encuentran fuera de la familia) y la endogamia (el compañero, en cambio, se saca del círculo familiar), cuya prohibición está en el fundamento de todas las sociedades. La identidad sexual de cada uno se constituye por la voluntad de los padres: si prohíben claramente el incesto, podéis llevar sin tropiezo vuestra vida sexual y sensual fuera del círculo consanguíneo.

En cambio, si toleran mimos que se mantienen hasta edades tardías, sí se niegan a poner el deseo infantil a distancia y gozan de él, si dejan creer al niño que puede reemplazar al adulto que falta (porque está desplazado, ausente por causa de separación, de divorcio, de fallecimiento, o por satisfacer una afectividad que la vida en pareja no permite obtener), entonces su destino estará determinado, sus elecciones heterosexuales serán frágiles, difícilmente viables, duras de asumir, intranquilas, y se manifestarán aspiraciones o inclinaciones por otras sexualidades, la homosexualidad entre ellas. Si no se nace siendo lo que uno es sexualmente, sino que uno llega a serlo, es, en parte, en la relación con el padre del sexo opuesto, desde los primeros años, cuando lo esencial de esas tendencias se decide.

A principios del siglo xx, Sigmund Freud (1856-1939) inventa el psicoanálisis, al cual debemos todos esos descubrimientos que revolucionan el pensamiento y modifican desde entonces el curso del mundo y la relación entre los humanos. Con esta nueva disciplina desaparecen los plenos poderes de la conciencia: esta experimenta una regresión y se convierte en algo siempre decreciente y de insuficientes recursos. Simultáneamente, el inconsciente adquiere un lugar determinante. Un ser no es tanto el resultado de una voluntad racional y una conciencia clara sobre sus elecciones, libre, capaz de autodeterminarse, como el producto del poder de determinación del inconsciente.

Antes incluso de conocer el complejo de Edípo, el niño es un ser sexuado. La idea choca en la época de Freud, sabemos desde entonces que, no contento con tener razón, el pensador austríaco es sobrepasado por etnólogos que confirman la existencia de una sexualidad infantil, pero remontándola a un momento más temprano: desde el vientre materno, cuando el sistema nervioso está suficientemente desarrollado. Sabemos que la impregnación fetal (lo que pasa en el vientre de la madre y crea hábitos) contribuye a constituir tendencias, comportamientos, a decidir los grandes rasgos de un temperamento. Con el nacimiento, del que otro psicoanalista -Otto Rank (1884-1939)- dice que es un trauma (paso de un estado cálido, húmedo, agradable, silencioso, ideal, líquido, a la claridad brutal del día de la sala de operaciones, ruidosa y con veinte grados menos, que provoca el deseo permanente de reencontrar ese estado ideal por comportamientos regresivos), el niño emprende un periplo hacia su conversión en adulto.

Al principio, del nacimiento al destete, el niño pasa por el estadio oral. Su sexualidad, alejada de la procreación, se concentra en zonas singulares de su cuerpo: beber, comer, absorber por la boca, lo que explica su pasión por chupar su pulgar, por ejemplo, o lo que está a su alcance; seguidamente, su placer se fija en la zona anal. Las exigencias ya no son la comida y la ingestión, sino la digestión y las heces. Las operaciones de dominio de los esfínteres se asocian al placer, ya sea de dar, ya sea de retener, de ofrecer o de guardar para sí; entre uno y los tres años, una nueva etapa: el estadio sádico-anal, que asocia la satisfacción anal y el disfrute con el dolor infligido; después, el estadio fálico, contemporáneo del complejo de Edipo. Este se caracteriza por la concentración del placer en el pene (para los chicos) -el sexo se convierte en zona erógena (susceptible de erotización, de placer específico).

Y rueda la bola. Después de haber salvado todos estos pasos, el niño accede a una sexualidad de tipo clásico, incluso si es independiente de la genitalidad que los padres solo consienten para su hijo más tarde (cuando no la rechazan pura y simplemente teniendo como pretexto un yerno o una nuera menos perfectos que el ideal esperado. Ese comportamiento enmascara, evidentemente, la incapacidad de los padres para aceptar la autonomía sexual de su progenie).

De manera que, poco a poco, en esta evolución a través de los estadios, algunos padres pueden provocar traumas ligados a los órganos del estadio en cuestión y crear destinos particulares: bebedores, fumadores, habladores, cantantes, oradores, estomatólogos (médicos especialistas en la boca), cantatrices, abogados, y otras disciplinas o actividades ligadas a esa parte del cuerpo; coleccionistas, banqueros, avaros, militares apasionados por el orden, proctólogos (médicos especialistas en las extremidades del tubo digestivo), sodomitas que solo gustan de la zona anal, etc. A cada estadio corresponde una gama de comportamientos asociados, que resultan, no de la elección de la conciencia (no elegimos llegar a ser esto más bien que aquello, somos escogidos por el inconsciente que nos determina), sino de la potencia del inconsciente.


El divino diván del adivino

¿Dónde está este inconsciente que da muerte a la conciencia? ¿Estamos seguros de que existe?, demandan los detractores del psicoanálisis. Entonces, ¿no se le ha localizado en ninguna parte del cuerpo? Freud afirma: el inconsciente es psíquico, luego no físico, no está
localizado en ningún sitio, cierto, pero está por todas partes en el cuerpo y el sistema nervioso. Si el inconsciente no se ve más que el viento, al menos constatamos sus existencias respectivas a través de sus efectos: el viento por las hojas que se arremolinan y los árboles que cimbrean, el inconsciente por el sueño, los actos fallidos, los lapsus, el olvido de nombres propios y todo aquello que es signo de una psicopatología de la vida cotidiana (los pequeños accidentes e incidentes que salpican la vida corriente).

Los sueños, por ejemplo, permiten realizar, mientras dormimos, lo que no ha sido posible concretar en el estado de vigilia a causa de las conveniencias sociales, las prohibiciones, las leyes, los tabúes, la religión: es la auténtica vía que conduce al inconsciente. Lo que parece insensato, confuso, ridículo está de hecho disfrazado, modificado o cifrado: el psicoanálisis permite dar con su clave. Igualmente con el lapsus (una palabra que se ha puesto en lugar de
otra, descubierta una vez el error se ha cometido), el acto fallido (perder las llaves, pillarse los dedos en una puerta, etc.), el olvido de nombres propios o de sustantivos (lo tenemos en la punta de la lengua, pero no sale...): todos esos signos prueban que el inconsciente a veces fuerza la barrera de la censura y alcanza, en forma de mensajes estropeados, la conciencia que los descubre por fragmentos.

El psicoanálisis relega la conciencia al armario, demuestra los plenos poderes del inconsciente en la construcción de una personalidad. Cuando en una persona aparece el dolor, el sufrimiento, la turbación, síntomas imposibles de curar por la medicina clásica, la terapia psicoanalítica permite, a partir de un intercambio de palabras en un diván y según un ritual muy específico dirigido por un psicoanalista, descubrir las inhibiciones, las tensiones y el origen de algunos comportamientos insoportables en lo cotidiano. Y devolver un poco de paz a las conciencias anteriormente heridas.


FUENTE: Michel Onfray, Antimanual de Filosofía. Madrid, Edaf, 2005, págs. 242-246.





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