DESCARTES Y DIOS (ampliación)
AMPLIACIÓN DE MATERIALES CARTESIANOS
SOBRE LA EXISTENCIA DE DIOS
Argumento gnoseológico o cosmológico (Discurso del método IV y Meditaciones III)
Partiendo de la presencia en la
mente de la idea de un ser perfecto en grado sumo, el más perfecto en relación
al cogito, que duda y por tanto es imperfecto y finito, Descartes se pregunta de
dónde debe haber salido tal idea de suprema perfección, que no puede ser obra de
un ser imperfecto, y concluye que debe provenir de una naturaleza más perfecta,
un Dios existente, porque ha de haber al menos tanta perfección en la causa
como en el efecto, pues el efecto no puede ser
más perfecto que la causa.
El fundamento de este argumento cosmológico es una
noción, según Descartes, clara y distinta, es decir, evidente; en realidad es una noción
de origen aristotélico (que Descartes recoge de una herencia escolástica que no reconoce), según la cual “en un efecto, nada puede haber
que no esté antes en su causa, en grado semejante o más perfecto”, por lo que debe haber tanta perfección
en el efecto como en la causa, y la causa de la idea de perfección ha de ser
una algo perfecto.
Descartes |
DISCUSIÓN
Lo cierto es que, al suponer que la cosa representada por la idea es más
perfecta que el sujeto que la evoca, que es el autor de la idea, Descartes presupone que esa idea representa a una cosa existente, cuando aún no ha
demostrado que lo sea, pues la idea de Dios podría no referirse a nada real,
sino ser solamente un conjunto de conceptos unidos por asociación, de la cual
puede ser perfectamente autor el sujeto, causante de la idea.
La base lógica de esta argumentación cartesiana es que toda idea ha de tener una causa: o bien una causa operativa (en el cogito mismo, como operación asociativa de varias ideas simples), o bien una causa objetiva (desde fuera del pensamiento) Ahí reaparace Aristóteles: las causas son intrínsecas al efecto, o bien son externas (Metafísica XII 4, 20 1070b). Toda idea es representación de su causa (así, las quimeras reflejan que su origen es el propio pensamiento imaginativo); tal es el modo operativo de las ideas, por oposición al modo objetivo. Lo que busca Descartes es, en definitiva, una idea que no pueda tener su causa en algo cuyo modo de ser sea por representación, que no sea efecto de nada, que sea formal, un acto puro. Esa idea es la de Dios como perfección absoluta, en su infinitud, que no puede proceder como efecto de algo imperfecto y finito. “Lo originalidad de Descartes estriba en hacer del infinito positivo la condición misma del pensamiento del negativo” (Rodis-Lewis, 1971, pág. 31).
La idea de Dios, en tanto que infinito positivo, no puede ser pensada directamente, al menos, con la claridad y la distinción que exige el método cartesiano. De modo que Descartes usa el pensamiento negativo, la duda, como primera certeza, que nos da idea de lo infinito por comparación, es decir, que “no concibo el infinito por medio de una verdadera idea y sí sólo por negación de lo finito […] y, por tanto que, en cierto modo, tengo en mí mismo la noción de infinito antes que la de finito. […] Y esto no deja de ser verdad aunque yo no comprenda el infinito y haya en Dios una infinidad de cosas que yo no puedo comprender” (Med. III, págs. 141-142). El infinito es ontológicamente primero respecto del finito, aunque cronológicamente la primera certeza sea la finitud del cogito (Rodis-Lewis, 1971, pág. 31).
Otra cuestión es el uso por parte de Descartes del concepto de causa en el axioma anterior, en el que fundamenta su argumento cosmológico, y al que otorga validez sin haberlo examinado detenidamente, como exigía la actitud rigurosa que se había impuesto a sí mismo en el proceso de duda metódica. El concepto de causa es una gran categoría del pensamiento susceptible de manipulación por parte del genio maligno, es decir, susceptible de duda sobre la validez de la conexión entre dos eventos sucesivos, que Descartes no tiene en cuenta.
OBJECIONES
El argumento cosmológico suscitó algunas objeciones importantes, la primera de ellas de la mano del mismo Descartes. En el prólogo a las Meditaciones avanza que de tener en uno mismo la idea de algo más perfecto no se sigue que esa idea sea más perfecta que uno mismo, y mucho menos que lo representado por esa idea exista (Med., Prólogo, pág. 108). Podemos admitir que el sujeto, ser finito e imperfecto, no puede ser la causa de Dios, ser supremamente perfecto; pero, ¿por qué no puede ser causa de la idea de Dios? Se trata de dos planos distintos, el ontológico y el lógico, que Descartes parece mezclar a su antojo. Aunque Dios ha de ser perfecto, ¿es esencial que lo sea la idea de Dios? Dios y la idea de Dios son dos cosas diferentes.
Él mismo reconoce que la idea de Dios no es perfecta, que ha de contener necesariamente imperfecciones porque lo absolutamente perfecto es inabarcable. Puedo concebir la idea de Dios porque puede ser imperfecta; en cambio, no pudo concebir a Dios, porque efectivamente es más perfecto que yo, no puedo alcanzar la totalidad absoluta, Dios es impensable. La cuestión es si Descartes usa convenientemente estos dos elementos en sus respectivo planos, si se refiere claramente a la idea o a la cosa que la idea representa, pero sin mezclar un plano con el otro. No hay duda de que Descartes sabía de esta objeción, puesto que da cuenta de ella en el Prólogo a las Meditaciones. Este libro se publicó después que Descartes lo diera a conocer en un pequeño círculo de amigos y seguidores, que redactaron algunas objeciones a sus ideas y luego Descartes redactó las correspondientes respuestas a las mismas; todo ello se publicó conjuntamente, aunque sólo las ediciones más especializadas las incluyen, objeciones y respuestas.
En el Prólogo, como se ha dicho, Descartes da cuenta de una de estas objeciones: que no es igual tener la idea de una cosa más perfecta que yo, que considerar que la idea como tal sea más perfecta que yo; de lo que no se sigue que esa idea exista, es decir, corresponda a una cosa real. Descartes rechaza esta operación, argumentando que todo se debe a un equívoco sobre el vocablo idea que, como operación del entendimiento, no puede decirse que la idea sea más perfecta que el sujeto que la evoca (dado que sujeto e idea pertenecen a planos diferentes, el sujeto es una cosa que piensa, la idea es algo pensado), mientras que la cosa misma (Dios), representada a través de la idea de Dios, es más perfecta que el sujeto como cosa, y sin la cual no se explica como el sujeto tiene en sí la idea (imperfecta) de una cosa absolutamente perfecta. Por tanto, la cosa ha de ser real. No obstante, en este punto no parece que la cuestión quede resuelta, sino que se remite a un ulterior desarrollo en las Meditaciones, donde podrá demostrar que “de la idea de una cosa más perfecta que yo, se sigue que esa cosa existe necesariamente”.
Responde además con una aclaración del término idea: la idea puede ser considerada objetivamente como la cosa representada en la operación del entendimiento (ya antes hemos hecho referencia a esta función operativa), de tal modo que puede ser más perfecta que el sujeto que la piensa; lo que no ocurre si se considera la idea como la operación misma del entendimiento. Más adelante, y previamente a la formulación del argumento cosmológico, establecerá la diferencia entre las ideas como operación y como representación. Así, dice, “si tales ideas se consideran sólo como ciertos modos de pensar no reconozco entre ellas ninguna diferencia o desigualdad, y todas me parecen proceder de mí de una misma manera; pero si las considero como imágenes que representan unas una cosa y otras otra, es evidente que son muy diferentes unas de otras. Pues, en efecto, las que me representan sustancias son sin duda algo más y contienen, por así decirlo, más realidad objetiva, es decir, participan, por representación, de más grado de ser o perfección que las que sólo me representan modos o accidentes” (Med. III, pág. 136). Por lo demás, la idea de Dios es, de éstas, la que tiene “en sí más realidad objetiva que aquellas otras que me representan sustancias finitas” (Med. III, pág. 136).
Mersenne (1588-1648), amigo de Descartes, emitió una importante objeción sobre el argumento cosmológico. Descartes infiere la existencia de Dios a partir de la constatación de poseer la idea de un ser supremo e infinito, y de la necesidad de que esa idea provenga de otra instancia, porque no puede ser fruto de una mente finita y limitada; y esa instancia ha de ser al menos tan perfecta como la idea que causa, por lo que ha de ser el mismo Dios a que la idea se refiere.
Pero para Mersenne, el pensamiento humano posee la suficiente capacidad para obtener por sí mismo la idea de Dios, porque tiene la facultad de pensar la idea de una cierta perfección, e irle añadiendo grados sucesivamente, hasta pensar la idea de perfección infinita, sin tener que recurrir a la existencia de un ser supremo que la cause y explique su presencia innata en nuestra mente, cosa que al fin y al cabo supone una circularidad en el argumento cartesiano: demuestro la existencia de Dios en tanto que éste ha de existir para explicar como causa la idea de Dios en mi mente. La respuesta de Descartes: acerca del fundamento humano de la idea de Dios, afirma estar de acuerdo con Mersenne, puesto que “tal idea ha nacido conmigo y no procede de otro lugar que de mí mismo” (Respuestas a las objeciones, pág. 110 de la edición de Alfaguara). Incluso reconoce que es posible formarla sin saber de su existencia, pero no en el caso de su inexistencia real, pues, si no existe ese ser supremo, ¿cómo puede entender la idea de “un ser que necesariamente existe”? ¿Acaso puedo entender la idea de “cuadrado circular”? Aunque el concepto nazca de mí, “yo no podría tener la facultad de formar dicha idea si no hubiese sido creada por Dios” (Respuestas a las objeciones, pág. 110 de la edición de Alfaguara). Es decir, que intentar concebir la idea de Dios sin existencia es como intentar concebir la idea de un cuadrado circular; he aquí una evidente conexión con el argumento ontológico.
Contra el axioma aristotélico, Mersenne aduce que las ideas producidas en la mente humana son seres de razón, no más perfectos que las mentes que las producen; la idea de Dios, como pensamiento que es, tiene la perfección propia del pensamiento, que no ha de ser forzosamente la misma perfección propia del ser que representa. Descartes responde sin más que el axioma queda sin refutar e insiste en su evidencia absoluta (Respuestas a las objeciones, pág. 111 de la edición de Alfaguara). Descartes, en respuesta, considera que si por ser de razón se entiende algo que no existe, entonces Dios no es un ser de razón, salvo que todas las operaciones del entendimiento sean así consideradas; pero él no se refiere a la operación mental, sino a la realidad objetiva de esa operación mental. Lo representado en la idea de Dios requiere una causa que contenga efectivamente lo que la idea contiene como representación (Respuestas a las objeciones, pág. 111 de la edición de Alfaguara). Descartes, aquí, sigue sin salir de la confusión entre la “perfección de la idea de perfección suprema” y la “perfección de la cosa supremamente perfecta”, que son de diferente naturaleza, en tanto que una mente limitada sí puede concebir la perfección suprema como idea aunque no pueda concebir al ser más perfecto como cosa, dado que la idea en sí no es más perfecta que cualquier otra idea que la mente conciba, si la concibe en toda su perfección como idea. Pero Descartes parece empeñado en, este caso, concebir a Dios como cosa (inevitablemente existente), cuando en realidad no hace más que concebirlo como idea y no puedo sino concebirlo como idea. La mente sólo concibe ideas.
Contrapone Mersenne, además, argumentos antropológicos contra el inmanentismo de la idea de Dios. Dice que en caso de haber nacido en el desierto, y no en la Francia del siglo XVII, Descartes no hubiese imaginado la idea de Dios. Es posible que el origen de ésta se halle en la cultura misma, en los libros, en las conversaciones, etc. Es posible que Descartes haya pensado en un ser supremo guiado por condicionamientos de su cultura cristiana y filosófica más que por la pura iniciativa de su mente o por la acción del propio Dios. Mersenne aporta una buena razón: los salvajes del Canadá, los hurones, no poseen la idea de Dios, es decir, que ésta no es innata, pues en caso de serlo también la habrían desarrollado. Además, añade la idea de que es posible pensar en un ángel sin que por ello sea necesario suponer un ángel realmente existente que la haya provocado, aunque el ángel sea mucho más perfecto que la mente humana (Objecciones de Mersenne, págs. 102-103 de la edición de Alfaguara). A todo ello responde Descartes que, aun siendo cierto que haya desarrollado la idea de Dios a partir de su cultura, cree que sus argumentos siguen teniendo la misma fuerza y le llevarán a concluir siempre que tal idea deriva de Dios, o lo que es igual, que es innata. En cuanto a la conexión antropológica que Mersenne destapa, Descartes advierte que la idea de Dios que él ha planteado no tiene nada que ver con las culturas sino con la racionalidad, pues sólo el entendimiento puede concebirla: la idea de Dios viene dada simplemente al advertir que no puedo contar hasta el infinito y al comprender que siempre hay algo más, y que esa facultad mía no procede de mí mismo, sino que la he recibido de algo más perfecto que yo (Respuestas a las objeciones, págs. 112-115 de la edición de Alfaguara). En otras palabras, es innata pero requiere cierto desarrollo cultural para darse entre los hombres de diferentes sociedades y culturas.
Todos estos argumentos son ciertamente importantes, pero sólo uno mostrará que la verdadera piedra de toque del argumento cosmológico de Descartes está en el punto de partida de todo su sistema: uno de los aspectos de la duda se interpone en el círculo que Descartes traza entre la idea de Dios y su existencia, pues antes de contar con la existencia de Dios no puede estar seguro de nada salvo de que duda, siente, piensa y encuentra en su mente ideas de diversos tipos; no puede estar seguro de nada porque aún no se ha deshecho del genio maligno, así que no puede confiar ni en sus propias argumentaciones, ni en la aparente claridad y distinción de sus ideas y conceptos. Sin un Dios existente que le garantice el uso correcto de su razón, nada de lo que afirme es seguro aunque se lo parezca, incluso la idea de un ser supremo, que podría ser un engaño más del genio maligno (Objeciones de Mersenne, págs. 103-104 de la edición de Alfaguara). Si no podemos estar seguros de nada antes de conocer que Dios existe, ¿qué seguridad hay en el conocimiento de que Dios existe?
El propio Descartes reconoce el límite que el argumento del genio maligno impone a sus razonamientos (en la primera meditación dice que no basta con suponer que Dios es bueno, pues el genio maligno podría equivocarle) (Descartes, Med. I, pág. 119), pero luego no lo tiene en cuenta. En esta cuestión más esencial, la de la circularidad del argumento cosmológico y la duda sobre su certeza dado que no ha sido neutralizado el genio maligno, Descartes elude la respuesta aduciendo que no es necesaria la garantía divina sobre el conocimiento cuando se trata de ideas innatas no extraídas de silogismo alguno. La garantía divina sería necesaria para los conocimientos derivados de un proceso deductivo, pero no por análisis de los contenidos innatos, porque éste es un proceso más bien descriptivo (¿fenomenológico?): un soltero es un hombre no casado; Dios es un ser supremo, infinito y existente. En este caso, la idea de Dios no es la premisa de su conclusión, la existencia, sino que esta conclusión es notoria por sí misma, de la misma manera que es notorio por sí mismo que un triángulo ha de poseer tres ángulos y tres lados. En ambos casos se trata de definiciones de conceptos hallados en la mente (Respuestas a las objeciones, págs. 115-116 de la edición de Alfaguara).
Esta argumentación estará en la base del argumento ontológico, que Descartes presenta no como lo hiciera Anselmo, a modo de deducción lógica, sino a modo de descripción de algo que se presenta ante su mente, incluyendo en esta descripción la propiedad de la existencia. Pero a lo largo de esta justificación de su postura elude el hecho de que realiza inferencias argumentativas en un momento clave: en el planteamiento del axioma sobre la perfección equivalente entre causa y efecto. En aquel punto, Descartes recortó el alcance de la amenaza del genio maligno sobre el funcionamiento de la razón, punto esencial en el planteamiento de la duda metódica. Es más, en aquel momento de duda hasta el límite, Descartes otorgó al genio la posibilidad de engañarle en procesos no sólo deductivos (matemática, geometría), sino también descriptivos (“si quiere, le es fácil hacer de tal suerte que me engañe aun en las cosas que creo conocer con muy grande evidencia”, en Med. III, pág. 132), como lo es la creencia innata en la exterioridad de las sensaciones, su correspondencia con un mundo objetivo (incluso en la sexta meditación aparece Dios como posible embaucador, al hacerme creer que el mundo es objetivo; en estos pasajes se ve con claridad que el genio maligno es una versión de Dios sin bondad). La potencialidad del engaño está claramente extendida al ámbito del pensamiento general. Si Descartes necesita a Dios como garantía de mi proceder en el conocimiento del mundo, es porque mi propio criterio innato no es suficiente, ya que va más allá de los procesos lógicos sino que se refiere a la confianza en la razón, a la claridad y la distinción de mi pensamiento. En este punto, pues, Descartes no es totalmente coherente con sus iniciales postulados metódicos.
FUENTES
Descartes, Discurso del método. Madrid, Alianza, 1982.
Descartes, Discurso del método. Meditaciones metafísicas. Madrid, Espasa-Calpe, 1984.
Descartes, Meditaciones metafísicas. Objeciones y respuestas. Madrid, Alfaguara.
Rodis-Lewis, G., Descartes y el racionalismo. Barcelona, Oikos-Tau, 1971.
La base lógica de esta argumentación cartesiana es que toda idea ha de tener una causa: o bien una causa operativa (en el cogito mismo, como operación asociativa de varias ideas simples), o bien una causa objetiva (desde fuera del pensamiento) Ahí reaparace Aristóteles: las causas son intrínsecas al efecto, o bien son externas (Metafísica XII 4, 20 1070b). Toda idea es representación de su causa (así, las quimeras reflejan que su origen es el propio pensamiento imaginativo); tal es el modo operativo de las ideas, por oposición al modo objetivo. Lo que busca Descartes es, en definitiva, una idea que no pueda tener su causa en algo cuyo modo de ser sea por representación, que no sea efecto de nada, que sea formal, un acto puro. Esa idea es la de Dios como perfección absoluta, en su infinitud, que no puede proceder como efecto de algo imperfecto y finito. “Lo originalidad de Descartes estriba en hacer del infinito positivo la condición misma del pensamiento del negativo” (Rodis-Lewis, 1971, pág. 31).
La idea de Dios, en tanto que infinito positivo, no puede ser pensada directamente, al menos, con la claridad y la distinción que exige el método cartesiano. De modo que Descartes usa el pensamiento negativo, la duda, como primera certeza, que nos da idea de lo infinito por comparación, es decir, que “no concibo el infinito por medio de una verdadera idea y sí sólo por negación de lo finito […] y, por tanto que, en cierto modo, tengo en mí mismo la noción de infinito antes que la de finito. […] Y esto no deja de ser verdad aunque yo no comprenda el infinito y haya en Dios una infinidad de cosas que yo no puedo comprender” (Med. III, págs. 141-142). El infinito es ontológicamente primero respecto del finito, aunque cronológicamente la primera certeza sea la finitud del cogito (Rodis-Lewis, 1971, pág. 31).
Otra cuestión es el uso por parte de Descartes del concepto de causa en el axioma anterior, en el que fundamenta su argumento cosmológico, y al que otorga validez sin haberlo examinado detenidamente, como exigía la actitud rigurosa que se había impuesto a sí mismo en el proceso de duda metódica. El concepto de causa es una gran categoría del pensamiento susceptible de manipulación por parte del genio maligno, es decir, susceptible de duda sobre la validez de la conexión entre dos eventos sucesivos, que Descartes no tiene en cuenta.
OBJECIONES
El argumento cosmológico suscitó algunas objeciones importantes, la primera de ellas de la mano del mismo Descartes. En el prólogo a las Meditaciones avanza que de tener en uno mismo la idea de algo más perfecto no se sigue que esa idea sea más perfecta que uno mismo, y mucho menos que lo representado por esa idea exista (Med., Prólogo, pág. 108). Podemos admitir que el sujeto, ser finito e imperfecto, no puede ser la causa de Dios, ser supremamente perfecto; pero, ¿por qué no puede ser causa de la idea de Dios? Se trata de dos planos distintos, el ontológico y el lógico, que Descartes parece mezclar a su antojo. Aunque Dios ha de ser perfecto, ¿es esencial que lo sea la idea de Dios? Dios y la idea de Dios son dos cosas diferentes.
Él mismo reconoce que la idea de Dios no es perfecta, que ha de contener necesariamente imperfecciones porque lo absolutamente perfecto es inabarcable. Puedo concebir la idea de Dios porque puede ser imperfecta; en cambio, no pudo concebir a Dios, porque efectivamente es más perfecto que yo, no puedo alcanzar la totalidad absoluta, Dios es impensable. La cuestión es si Descartes usa convenientemente estos dos elementos en sus respectivo planos, si se refiere claramente a la idea o a la cosa que la idea representa, pero sin mezclar un plano con el otro. No hay duda de que Descartes sabía de esta objeción, puesto que da cuenta de ella en el Prólogo a las Meditaciones. Este libro se publicó después que Descartes lo diera a conocer en un pequeño círculo de amigos y seguidores, que redactaron algunas objeciones a sus ideas y luego Descartes redactó las correspondientes respuestas a las mismas; todo ello se publicó conjuntamente, aunque sólo las ediciones más especializadas las incluyen, objeciones y respuestas.
En el Prólogo, como se ha dicho, Descartes da cuenta de una de estas objeciones: que no es igual tener la idea de una cosa más perfecta que yo, que considerar que la idea como tal sea más perfecta que yo; de lo que no se sigue que esa idea exista, es decir, corresponda a una cosa real. Descartes rechaza esta operación, argumentando que todo se debe a un equívoco sobre el vocablo idea que, como operación del entendimiento, no puede decirse que la idea sea más perfecta que el sujeto que la evoca (dado que sujeto e idea pertenecen a planos diferentes, el sujeto es una cosa que piensa, la idea es algo pensado), mientras que la cosa misma (Dios), representada a través de la idea de Dios, es más perfecta que el sujeto como cosa, y sin la cual no se explica como el sujeto tiene en sí la idea (imperfecta) de una cosa absolutamente perfecta. Por tanto, la cosa ha de ser real. No obstante, en este punto no parece que la cuestión quede resuelta, sino que se remite a un ulterior desarrollo en las Meditaciones, donde podrá demostrar que “de la idea de una cosa más perfecta que yo, se sigue que esa cosa existe necesariamente”.
Responde además con una aclaración del término idea: la idea puede ser considerada objetivamente como la cosa representada en la operación del entendimiento (ya antes hemos hecho referencia a esta función operativa), de tal modo que puede ser más perfecta que el sujeto que la piensa; lo que no ocurre si se considera la idea como la operación misma del entendimiento. Más adelante, y previamente a la formulación del argumento cosmológico, establecerá la diferencia entre las ideas como operación y como representación. Así, dice, “si tales ideas se consideran sólo como ciertos modos de pensar no reconozco entre ellas ninguna diferencia o desigualdad, y todas me parecen proceder de mí de una misma manera; pero si las considero como imágenes que representan unas una cosa y otras otra, es evidente que son muy diferentes unas de otras. Pues, en efecto, las que me representan sustancias son sin duda algo más y contienen, por así decirlo, más realidad objetiva, es decir, participan, por representación, de más grado de ser o perfección que las que sólo me representan modos o accidentes” (Med. III, pág. 136). Por lo demás, la idea de Dios es, de éstas, la que tiene “en sí más realidad objetiva que aquellas otras que me representan sustancias finitas” (Med. III, pág. 136).
Mersenne |
Mersenne (1588-1648), amigo de Descartes, emitió una importante objeción sobre el argumento cosmológico. Descartes infiere la existencia de Dios a partir de la constatación de poseer la idea de un ser supremo e infinito, y de la necesidad de que esa idea provenga de otra instancia, porque no puede ser fruto de una mente finita y limitada; y esa instancia ha de ser al menos tan perfecta como la idea que causa, por lo que ha de ser el mismo Dios a que la idea se refiere.
Pero para Mersenne, el pensamiento humano posee la suficiente capacidad para obtener por sí mismo la idea de Dios, porque tiene la facultad de pensar la idea de una cierta perfección, e irle añadiendo grados sucesivamente, hasta pensar la idea de perfección infinita, sin tener que recurrir a la existencia de un ser supremo que la cause y explique su presencia innata en nuestra mente, cosa que al fin y al cabo supone una circularidad en el argumento cartesiano: demuestro la existencia de Dios en tanto que éste ha de existir para explicar como causa la idea de Dios en mi mente. La respuesta de Descartes: acerca del fundamento humano de la idea de Dios, afirma estar de acuerdo con Mersenne, puesto que “tal idea ha nacido conmigo y no procede de otro lugar que de mí mismo” (Respuestas a las objeciones, pág. 110 de la edición de Alfaguara). Incluso reconoce que es posible formarla sin saber de su existencia, pero no en el caso de su inexistencia real, pues, si no existe ese ser supremo, ¿cómo puede entender la idea de “un ser que necesariamente existe”? ¿Acaso puedo entender la idea de “cuadrado circular”? Aunque el concepto nazca de mí, “yo no podría tener la facultad de formar dicha idea si no hubiese sido creada por Dios” (Respuestas a las objeciones, pág. 110 de la edición de Alfaguara). Es decir, que intentar concebir la idea de Dios sin existencia es como intentar concebir la idea de un cuadrado circular; he aquí una evidente conexión con el argumento ontológico.
Contra el axioma aristotélico, Mersenne aduce que las ideas producidas en la mente humana son seres de razón, no más perfectos que las mentes que las producen; la idea de Dios, como pensamiento que es, tiene la perfección propia del pensamiento, que no ha de ser forzosamente la misma perfección propia del ser que representa. Descartes responde sin más que el axioma queda sin refutar e insiste en su evidencia absoluta (Respuestas a las objeciones, pág. 111 de la edición de Alfaguara). Descartes, en respuesta, considera que si por ser de razón se entiende algo que no existe, entonces Dios no es un ser de razón, salvo que todas las operaciones del entendimiento sean así consideradas; pero él no se refiere a la operación mental, sino a la realidad objetiva de esa operación mental. Lo representado en la idea de Dios requiere una causa que contenga efectivamente lo que la idea contiene como representación (Respuestas a las objeciones, pág. 111 de la edición de Alfaguara). Descartes, aquí, sigue sin salir de la confusión entre la “perfección de la idea de perfección suprema” y la “perfección de la cosa supremamente perfecta”, que son de diferente naturaleza, en tanto que una mente limitada sí puede concebir la perfección suprema como idea aunque no pueda concebir al ser más perfecto como cosa, dado que la idea en sí no es más perfecta que cualquier otra idea que la mente conciba, si la concibe en toda su perfección como idea. Pero Descartes parece empeñado en, este caso, concebir a Dios como cosa (inevitablemente existente), cuando en realidad no hace más que concebirlo como idea y no puedo sino concebirlo como idea. La mente sólo concibe ideas.
Contrapone Mersenne, además, argumentos antropológicos contra el inmanentismo de la idea de Dios. Dice que en caso de haber nacido en el desierto, y no en la Francia del siglo XVII, Descartes no hubiese imaginado la idea de Dios. Es posible que el origen de ésta se halle en la cultura misma, en los libros, en las conversaciones, etc. Es posible que Descartes haya pensado en un ser supremo guiado por condicionamientos de su cultura cristiana y filosófica más que por la pura iniciativa de su mente o por la acción del propio Dios. Mersenne aporta una buena razón: los salvajes del Canadá, los hurones, no poseen la idea de Dios, es decir, que ésta no es innata, pues en caso de serlo también la habrían desarrollado. Además, añade la idea de que es posible pensar en un ángel sin que por ello sea necesario suponer un ángel realmente existente que la haya provocado, aunque el ángel sea mucho más perfecto que la mente humana (Objecciones de Mersenne, págs. 102-103 de la edición de Alfaguara). A todo ello responde Descartes que, aun siendo cierto que haya desarrollado la idea de Dios a partir de su cultura, cree que sus argumentos siguen teniendo la misma fuerza y le llevarán a concluir siempre que tal idea deriva de Dios, o lo que es igual, que es innata. En cuanto a la conexión antropológica que Mersenne destapa, Descartes advierte que la idea de Dios que él ha planteado no tiene nada que ver con las culturas sino con la racionalidad, pues sólo el entendimiento puede concebirla: la idea de Dios viene dada simplemente al advertir que no puedo contar hasta el infinito y al comprender que siempre hay algo más, y que esa facultad mía no procede de mí mismo, sino que la he recibido de algo más perfecto que yo (Respuestas a las objeciones, págs. 112-115 de la edición de Alfaguara). En otras palabras, es innata pero requiere cierto desarrollo cultural para darse entre los hombres de diferentes sociedades y culturas.
Todos estos argumentos son ciertamente importantes, pero sólo uno mostrará que la verdadera piedra de toque del argumento cosmológico de Descartes está en el punto de partida de todo su sistema: uno de los aspectos de la duda se interpone en el círculo que Descartes traza entre la idea de Dios y su existencia, pues antes de contar con la existencia de Dios no puede estar seguro de nada salvo de que duda, siente, piensa y encuentra en su mente ideas de diversos tipos; no puede estar seguro de nada porque aún no se ha deshecho del genio maligno, así que no puede confiar ni en sus propias argumentaciones, ni en la aparente claridad y distinción de sus ideas y conceptos. Sin un Dios existente que le garantice el uso correcto de su razón, nada de lo que afirme es seguro aunque se lo parezca, incluso la idea de un ser supremo, que podría ser un engaño más del genio maligno (Objeciones de Mersenne, págs. 103-104 de la edición de Alfaguara). Si no podemos estar seguros de nada antes de conocer que Dios existe, ¿qué seguridad hay en el conocimiento de que Dios existe?
El propio Descartes reconoce el límite que el argumento del genio maligno impone a sus razonamientos (en la primera meditación dice que no basta con suponer que Dios es bueno, pues el genio maligno podría equivocarle) (Descartes, Med. I, pág. 119), pero luego no lo tiene en cuenta. En esta cuestión más esencial, la de la circularidad del argumento cosmológico y la duda sobre su certeza dado que no ha sido neutralizado el genio maligno, Descartes elude la respuesta aduciendo que no es necesaria la garantía divina sobre el conocimiento cuando se trata de ideas innatas no extraídas de silogismo alguno. La garantía divina sería necesaria para los conocimientos derivados de un proceso deductivo, pero no por análisis de los contenidos innatos, porque éste es un proceso más bien descriptivo (¿fenomenológico?): un soltero es un hombre no casado; Dios es un ser supremo, infinito y existente. En este caso, la idea de Dios no es la premisa de su conclusión, la existencia, sino que esta conclusión es notoria por sí misma, de la misma manera que es notorio por sí mismo que un triángulo ha de poseer tres ángulos y tres lados. En ambos casos se trata de definiciones de conceptos hallados en la mente (Respuestas a las objeciones, págs. 115-116 de la edición de Alfaguara).
Esta argumentación estará en la base del argumento ontológico, que Descartes presenta no como lo hiciera Anselmo, a modo de deducción lógica, sino a modo de descripción de algo que se presenta ante su mente, incluyendo en esta descripción la propiedad de la existencia. Pero a lo largo de esta justificación de su postura elude el hecho de que realiza inferencias argumentativas en un momento clave: en el planteamiento del axioma sobre la perfección equivalente entre causa y efecto. En aquel punto, Descartes recortó el alcance de la amenaza del genio maligno sobre el funcionamiento de la razón, punto esencial en el planteamiento de la duda metódica. Es más, en aquel momento de duda hasta el límite, Descartes otorgó al genio la posibilidad de engañarle en procesos no sólo deductivos (matemática, geometría), sino también descriptivos (“si quiere, le es fácil hacer de tal suerte que me engañe aun en las cosas que creo conocer con muy grande evidencia”, en Med. III, pág. 132), como lo es la creencia innata en la exterioridad de las sensaciones, su correspondencia con un mundo objetivo (incluso en la sexta meditación aparece Dios como posible embaucador, al hacerme creer que el mundo es objetivo; en estos pasajes se ve con claridad que el genio maligno es una versión de Dios sin bondad). La potencialidad del engaño está claramente extendida al ámbito del pensamiento general. Si Descartes necesita a Dios como garantía de mi proceder en el conocimiento del mundo, es porque mi propio criterio innato no es suficiente, ya que va más allá de los procesos lógicos sino que se refiere a la confianza en la razón, a la claridad y la distinción de mi pensamiento. En este punto, pues, Descartes no es totalmente coherente con sus iniciales postulados metódicos.
FUENTES
Descartes, Discurso del método. Madrid, Alianza, 1982.
Descartes, Discurso del método. Meditaciones metafísicas. Madrid, Espasa-Calpe, 1984.
Descartes, Meditaciones metafísicas. Objeciones y respuestas. Madrid, Alfaguara.
Rodis-Lewis, G., Descartes y el racionalismo. Barcelona, Oikos-Tau, 1971.
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