DADÁ EN BERLÍN, NIHILISMO PARA ZOQUETES
Richard Hülsenbeck lleva el movimiento Dadá desde Zurich
hasta Berlín, en 1917. Allí cobrará una dimensión específica, la
política, quizás por la especial situación de la capital alemana,
por la intensidad de la guerra, por el impacto de la derrota, por el
avance del nacionalismo radical, especialmente el nazismo, aún
incipiente, y por los acontecimientos que se desarrollaron ese mismo
año en Rusia. En Berlín encontramos figuras como Raoul Hausmann,
Hannah Höch, George Grosz, Johannes Baader, Otto Schmalhausen,
Wieland Herzfelde y su hermano Helmut, que adaptó su nombre al
inglés como protesta contra el nacionalismo alemán, de modo que se
le conoce mejor como John Heartfield. Tuvo seguidores también en
Colonia (Max Ernst y Johannes Baargeld) y en Hannover (Kirk
Schwitters, más conocido por su pseudónimo Merz).
En mayo de 1917, Huelsenbeck, Grosz
y los hermanos Herzfelde se unen en torno a la revista Neue
Jugend, que se convertirá en el
centro de operaciones del dadaísmo berlinés, con la intención de
equipararse al grupo de Zurich. En enero de 1918 se celebra la
primera velada dadaísta, en la Galería I. B. Neumann de Berlín,
que ya había acogido alguna muestra de arte disidente. Como muestra
del talante provocador del movimiento, Huelsenbeck leyó un
manifiesto recordatorio de los orígenes de Dadá en Zurich, en 1916,
y afirmó estar a favor de la guerra ante un público plagado de
pacifistas. Éste se considera, pues, el evento de fundación del
Dadà berlinés.
El contexto de final de la guerra,
la caída del Reich, e incluso la formación de la Republica de
Weimar tienen su peso en el desarrollo del dadaísmo berlinés, al
que dotarán de un talante propio. La policía imperial sospechaba de
las actividades del Club Dada, le otorgaba un cariz conspirativo
simplemente por las portadas futuristas de sus publicaciones (Der
Dada, Freie Strasse)
y sus anuncios publicitarios descarados, además de la ideología
libertaria de la mayoría de sus componentes. Grosz y Herzfelde se
afiliaron la Liga Espartaquista, recién fundada, a finales del 18, y
en enero del 19 lanzaron la revista Die Pleite
(la quiebra), que iba a operar como órgano político del partido.
Todo ello coincidiendo con el asesinato de Liebknecht y Rosa
Luxemburg, el 15 de ese mismo mes. Poco después, en febrero, el
grupo publica la revista Jedermann sein eigner Fussball
(cada cual su propio fútbol), cuyo contenido “captaba a la
perfección el caos político imperante”.
A diferencia del Dadá de Zurich, el
berlinés agrupará a amigos que ya se conocían antes de hacerse
dadaístas, de modo que ya llevan a cuestas proyectos previos que
canalizarán en el movimiento a su manera. Estos amigos, además,
forman dos camarillas o tríos: los hermanos Hertzfelde y Grosz, y
Hausmann, Baader y Hannah Höch. Alrededor de estos tríos había un
número más o menos regular de seguidores, a modo de cortejo,
siempre presentes en los diferentes actos del grupo. Pero en
realidad, el dadaísmo berlinés no era tan compacto como el de
Zurich. Más aún, teniendo en cuenta que su líder, Huelsenbeck,
estudiaba medicina y como residente estuvo a bordo de un barco,
durante los años 20, y luego abrió consulta psiquiátrica en Nueva
York. Las posibilidades de que el grupo berlinés de Dadà
fuera tan potente como el de Zurich eran escasas, pero desde luego no
fue un impedimento para que tuviera una impronta específica.
En esa impronta tan propia sobresale el nihilismo como rasgo notorio
berlinés; no es que los otros dadaístas no sean nihilistas (lo es
incluso Duchamp, el pionero), sino que los berlineses lo son de una
forma especial. Su crítica del arte, del artista, del público, y de
todo lo que concierne a la divulgación del arte y la cultura, está
cargada de inquina. Las críticas de Hertfelde al mundillo del arte,
al mecenazgo, a los vigilantes del estilo, al fondo económico que
hay en a producción artística, son un buen ejemplo. Y es una
actitud extensible al dadaísmo berlinés. Se trata de un nihilismo
muy combativo, apunta contra la seriedad y la complacencia del
pequeñoburgués alemán, el futuro nicho social de seguidores del
nazismo. No se trata sólo de criticar al artista formal, respetuoso
con la historia del arte y sus artefactos sagrados, sino también al
público receptor de esas producciones ensalzadas por los críticos y
los entendidos, que son los mismos que sostienen a los bancos como
instituciones sagradas de la sociedad. Los dadaístas captan que esa
simbiosis entre el artista y las instituciones capitalistas es
perfecta, y en ese lugar, el papel que corresponde al artista ya no
es el de creador de figuras verdaderas y bellas, sino que se
transforma en un mero procesador de materiales, semejante al
carnicero que procesa la carne para hacer salchichas.
“A las masas, el arte y el intelecto no podrán importarle menos. A
nosotros tampoco”, proclama Raoul Hausmann en el primer número de
Der Dada (junio de 1919). El objetivo era “acabar con el papel pintado de brillantes colores
para el alma”, alega Grosz. “No vamos a darles auténtico arte a esos zoquetes, ¿verdad?”,
proclaman. Se trataba de sacar de quicio a todo buen alemán.
En este último lema, que parece una consigna para uso interno, se
alude a dos elementos que son incómodos para los dadaístas: la
posibilidad del arte genuino, y la posibilidad del artista genuino.
Parece implícito en esa consigna que los dadaístas reconocen la
posibilidad del arte y el artistas auténticos, y que incluso está a
su alcance realizar ambas cosas, pero no quieren porque el público
no lo merece, no es capaz de apreciar lo genuino. Si Dadá prefiere
repartir salchichas es porque se mofa de un público que prefiere las
salchichas, pero a sabiendas de que podría repartir auténticas
obras de arte en lugar de representaciones que encajan perfectamente
en la forma de vida de la sociedad industrial, es decir, series de
artefactos repetidos que se distribuyen en una sociedad basada
también en la reproducción mecanizada y en el consumo repetido de
esos mismos artefactos. Una sociedad de zoquetes en la que los
dadaístas juegan un papel ambiguo, puesto que parecen en realidad
unos elitistas estéticos víctimas de cierto resentimiento contra un
público y un sistema incapaces de valorar lo auténtico.
No obstante, al insinuar la posibilidad de un arte auténtico y un
artista genuino, los dadaístas se traicionan a sí mismos, ya que en
sus principios programáticos niegan el valor de casi todas las
producciones artísticas consagradas por la alta cultura. Critican a
la sociedad de zoquetes que les ha tocado en suerte, pero a la vez se
pliegan a la voluntad de la misma masa de zoquetes, refractaria ante
el valor de cualquier producción cultural que no sea tecnológica.
Les ha tocado vivir en una época en que la alta cultura ya ha
entrado en una profunda crisis de valor, en el seno de una sociedad
que idolatra a las máquinas, a los signos y los iconos del
maquinismo que pocas décadas después se convertirán en marcas
publicitarias y valor por sí mismos, y cobrarán un carácter
autorreferencial: los zoquetes de turno desearán las marcas por sí
mismas, y los artistas se verán relegados al papel de meros
diseñadores de marcas.
A pesar de que en todas las épocas y lugares ha habido zoquetes, y
en general los zoquetes hansido el grupo mayoritario, lo que tiene de
especial el tiempo del auge de dadaísmo y su breve momento de
gloria, es que la cultura cambia de manos y pasa de las élites a las
masas. El gusto de las masas se convierte en referente y criterio
para la producción artística (e industrial), y la alta cultura deja
de poseer valor (salvo en el interior de los círculos sociales más
altos y reducidos, pero en absoluto ajenos a la mercantilización de
todo). La cultura de masas es la que manda, y los dadaístas saben
que se trata de la cultura de los zoquetes, de la pequeña burguesía
que no ha sabido salir de su añorado biedermeier (que
Benjamin detecta incluso en la casa de su amigo Reich) y que se
deslizará hacia los sectores más bajos de la sociedad.
Todo esto, a largo plazo, implica la derrota de la cultura de las
ideas (el gusto por las ideas, por la reflexión) frente a la cultura
de las cosas mecánicas (el gusto por la tecnología, por la acción).
Silos dadaístas berlineses apreciaron que se mundo estaba plagado de
zoquetes a los que iban a servir menudencias, allá en los años 20,
cuna del nazismo (que no es sino una ideología de zoquetes), ¿qué
hubieran pensado de haber asistido al salto tecnológico actual y a
la conversión de la zoquetería en un espectáculo global? ¿Habrían
identificado a los zoquetes de hoy en los perseguidores de marcas, en
quienes creen que es importante y signo de progreso poder pagar las
compras con el teléfono móvil, y se suman encantados a la
revolución de las pequeñas cosas que proclama el BBVA?
FUENTE: Jed Rasula, Dadá. Barcelona, Anagrama, 2016.
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