PÍNDARO: EL DEPORTE COMO MORAL ARISTOCRÁTICA

El ideario aristocrático que Píndaro intenta transmitir a través de sus poemas está muy en consonancia con la temática deportiva, con la competición. De todo ello se destila una moral tradicional arcaica, agonal, de competición, riesgo, de éxito y fracaso, casi en el ancestral sentido caballeresco. Es una competición en la que lo fundamental es el triunfo, emulando lo bélico, dado que son los tiranos y nobles quienes compiten en los certámenes.

El ánimo de triunfo va vinculado a un sentimiento de superioridad natural que se demuestra en la actuación, pero que se hereda en la estirpe. Signos de esa superioridad serán la fortaleza física y guerrera, el éxito social y político, y la elevación del espíritu que proporciona el arte, lo que justifica una organización social basada en la diferencia de naturalezas, que se legitima a través de las odas: “Cada uno es grande en una cosa. Sólo los reyes se sientan en la cumbre. No pongas tu mirada más allá”, dice Píndaro (Olímpicas I, 110-116). Aquí está aconsejando al tirano Hierón de Siracusa que sepa estar en su lugar sin caer en la soberbia, pero sin menoscabo de su privilegiada posición. Hierón, al vencer en la competición olímpica, demuestra que está a la altura que su rango exige.

En lo deportivo, la nobleza se refleja también en la belleza y fuerza físicas. El noble vencedor demuestra así el poder de su estirpe, quizás avalado con anteriores triunfos de sus mayores, por lo que venciendo sigue aportando prestigio a su familia y a su ciudad. De modo que las consecuencias de un triunfo deportivo son de un amplio alcance, y algunas odas de Píndaro son también panegíricos políticos, alabanzas al régimen propio de la ciudad del vencedor, que puede ser también el rey de esa ciudad, con lo cual adquiere el poema el un carácter de ensalzamiento de una persona y de sus logros políticos y militares, a lo que se añaden consideraciones morales y religiosas. Por ejemplo, en la Pítica I.

Píndaro refleja en sus odas la íntima relación existente entre la competición deportiva y el sentido aristocrático de la vida. Las familias nobles viven esa tradición olímpica como algo propio, complemento de sus deberes sociales o militares, cosa que aporta una buena proporción de ese liderazgo social que la aristocracia ostenta. Como ejemplo de ellos, Píndaro nombra algunas familias de gran tradición deportiva: los Oligétidas, de Corinto (Olímpicas XIII); los Erátidas, de Rodas (Olímpicas VII); o los Blepsíadas, de Egina (Olímpicas VII).

Por otro lado, el mensaje ideológico de Píndaro intenta frenar un exceso de carácter agonal en el enfrentamiento deportivo, para otorgarle un mayor componente moral. Píndaro reconoce unos límites morales sobre la fuerza física pura, que se reconoce como indefinida porque en sí misma no contiene otros límites que la fuerza del oponente. En la carrera gana el más rápido, y en el pugilato quien golpea con más fuerza. El añadido moral ha de entenderse como una advertencia a los deportistas frente a la tentación de la soberbia que otorga la fuerza y que puede derivar en excesos desaconsejables. Así, encontramos un fragmento que contrasta lo moral con el espíritu deportivo que ha sido ensalzado previamente: “puesto que por sus triunfos ha llegado hasta la cima, [Terón, rey de Agrigento] alcanza, sin moverse de su casa, las columnas de Heracles; pues lo de más allá es inaccesible, tanto a los sabios como a los no sabios” (Olímpicas III, 41-45).

Con este tipo de cuñas moralizantes, Píndaro parece incitar a la moderación dentro de los límites máximos a los que el ideal aristocrático aspira (llegar a las columnas de Heracles, pero no intentar traspasarlas): abundancia de bienes materiales, unida a la fama que da el triunfo. “Si uno cultiva una sana opulencia y añade el prestigio a unos bienes que le bastan, ¡que no aspire a ser un dios!” (Olímpicas V, 23-24). Todo ello, además, en armonía con la tendencia aristocrática a la desmesura, porque tanto la fortaleza como la inmoderación se justifican en la función que la clase noble se encomienda a sí misma para con la sociedad que ella misma rige: mantenimiento del orden, protección frente a los enemigos, etc.

Riqueza y virtudes son cualidades en el modelo pindárico del aristócrata: “Verdaderamente, la riqueza, ornada de virtudes a todo da ocasión y alienta preocupaciones profundas y ambiciosas […], la riqueza, astro brillante, el más genuino resplandor para el hombre” (Olímpicas II, 48-60). La riqueza es también condición indispensable para la felicidad, aunque esta idea contrasta con el sentido aristocrático de la división social, según el cual cada uno posee una habilidad y un lugar propio en este mundo, en el que vivir y, se supone, ser feliz. 

Es evidente que la nobleza se adquiere por la sangre, por la familia; curiosamente, la riqueza también se hereda. La virtud innata de la excelencia, en conjunción con la riqueza, tiene como resultado la obtención del poder, la autoridad entre los demás (Píticas V, 1-10). Los nobles son hombres de bien, excelentes, destinados a servir a los demás con su fuerza, su poder y su sabiduría. Así se justifica el ejercicio del poder como un acto de servicio hacia las clases inferiores (Nemeas I). 

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