REVOLUCIÓN FRANCESA: una historia testimonial
RESEÑA DEL LIBRO:
Grace Dalrymple Elliot,
Diario de mi vida durante la Revolución francesa. Madrid, Valdemar,
2001.
La memoria de los perseguidos
La
historización de la Revolución francesa comienza en la memoria de las personas
que tuvieron la oportunidad de asistir a tal acontecimiento, que conmovió los
fundamentos del orden político y social en Europa en un momento crucial de su
desarrollo económico, en los albores de la Revolución industrial. Con mayor
precisión, comienza en la memoria de esas personas que tuvieron la fortuna de
poder plasmar sus vivencias y sus reflexiones sobre papel. Esta circunstancia,
la disponibilidad para la escritura, condiciona enormemente el sentido de los
testimonios escritos que los historiadores, sobre todo los que inmediatamente
después se hicieron eco de las vivencias de sus coetáneos, utilizaron para
componer las primeras historiografías del evento. Eran los diarios y las
memorias fuente de información de primera mano, sin duda, cargada del impacto
emocional que los acontecimientos vividos dejaban en los autores de tales
testimonios, algunos de los cuales dejaron sus vidas en el proceso
revolucionario, victimas del poder de que participaron, o como inocentes
perseguidos por el poder de otros.
La
violencia desmedida acaba igualando a todos los perseguidos de la historia, sea
de la condición que sean, pero la
posibilidad del acceso a la escritura condicionará decididamente su testimonio
personal, en una época en que sólo una minoría privilegiada dispone de la
suficiente educación para pensar en la necesidad de plasmar sobre papel sus
vivencias, para sentir la necesidad personal de llevar un diario o conceder
importancia a la redacción y transmisión de unas memorias. Será necesario que
pasen dos siglos para que esa condición de disponibilidad se amplíe a las
clases más populares, y la inquietud literaria y memorística de los perseguidos
alcance los niveles de un diario como el de Anna Frank. Por esta misma razón,
además, la mayor parte de la literatura testimonial de este período
revolucionario tiene un matiz claramente contrarrevolucionario, con las debidas
excepciones.
Grace Dalrymple, por Thomas Gainborough, 1778 |
En
definitiva, no es posible una historia neutra ni siquiera desde ese punto
inicial en que sólo hay las vivencias de los testigos, porque todos ellos
pasaron los fragmentos de los acontecimientos que tuvieron ocasión de conocer
directamente por el filtro de sus ideologías. El diario de Grace D. Elliot,
Mrs. Elliot en adelante, es un buen ejemplo de esto último. La autora describe
con gran detalle todo el proceso revolucionario desde su perspectiva de
extranjera tolerada, sospechosa de espionaje, afecta a la causa monárquica y
absolutista, a pesar de compartir buenas relaciones con miembros de la
aristocracia liberal que ha desencadenado el proceso revolucionario en primera
instancia. No hay duda de que se trata de un punto de vista sesgado, escorado
hacia un extremo, tanto como lo podría haber estado el testimonio de una
pescadera parisina de haber podido llevar a buen término un diario personal.
Por supuesto, se trata de un testimonio perfectamente válido para los
historiadores: Mrs. Elliot intimaba con el duque de Orleans, de quien había
sido amante hasta que Mme de Buffon ocupó su puesto en el corazón del
encantador futuro Philippe Égalité (1747-1793). Se trata, pues, de una persona
privilegiada por sus contactos: el duque de Orleans era primo de Luis XVI,
estaba en la cumbre de la política, y por ello Mrs. Elliot tenía las puertas
abiertas de Versailles, hasta el punto de compartir mesa con los reyes.
Posición privilegiada en el escenario principal de esta tragedia: el duque era
el cabecilla de los conspiradores que, desde dentro mismo de la corte, se
empeñan en disolver la autoridad del rey desencadenando un proceso
constituyente inspirado en el modelo inglés. Pero no nos engañemos: Mrs. Elliot
confía demasiado en su antiguo amante, ahora sólo amigo íntimo, y lo presenta
con una candidez que, a la vista de otros testimonios, no convence al lector
avezado. Es el inconveniente de estar en primera fila y filtrar la información
con el corazón.
Tal es,
pues, el ambiente ideológico en que se mueve Mrs. Elliot, en 1789. La mayoría
de los revolucionarios de cierto peso político pertenece al poder o tiene
alguna posibilidad de ejercer influencia sobre quienes lo detentan. Ni los
sectores liberales de la aristocracia y el clero, unidos a la burguesía,
aspiran a llevar el proceso tan lejos como llegará cuando se les escape de las
manos, cuatro años después. Incluso gentes como el abogado Robespierre, que
están en el ala izquierda de la burguesía, aún son monárquicos convencidos de
que el proceso revolucionario puede ser breve si el rey acepta una constitución
y delegue el poder en el sector de la sociedad que lo reclama, la burguesía.
Ese paso crucial se dará con la Constitución de 1791, pero el tiempo de los
monárquicos liberales acabará desembocando en una fase radical que tendrá lugar
a partir de la caída de Luis XVI, el 10 de agosto de 1792.
Mrs.
Elliot estaba tan cerca de esas posiciones liberales como cualquier noble
francés imbuido del espíritu de su época. Sin embargo, se trataba de una mujer
de gran amplitud de miras, que no dudaba en compartir cama con tiranos como
Gustavo III de Suecia, que para ella fue un bondadoso monarca; antes fue amante
del Príncipe de Gales, el futuro Jorge IV de Inglaterra, que la embarazó y
provocó un buen escándalo en la familia real; luego le llegó el turno al duque
de Orleans, y fue buena amiga del general Hoche, un republicano convencido,
preso como ella por los jacobinos. Para Mrs. Elliot, lo que unía a todas esas
personas y les convertía en miembros aceptados de su círculo, era que
respetaban las formas.
Nada tan
importante como las formas en este mundo convulso. La casta superior guarda las
formas, pero en realidad practica el libertinismo social, sexual y económico de
forma extrema, mientras impone al resto de la sociedad la más estricta
vigilancia moral, bajo el manto de la ética cristiana. Tomemos a cualquier
persona relevante de entre los dirigentes de la Corte, le Parlement, el alto clero, los militares o la noblesse de robe, y será fácil hallar al
libertino bajo la capa de las formas externas de una moralidad exquisita pero
intolerante con las necesidades humanas, que al fin y al cabo no entienden de
clases sociales. Poco han cambiado las cosas desde entonces.
Mrs.
Elliot no se escapa de esta fortuna. En su diario abundan las referencias al
sentimiento religioso que le embarga en los momentos más difíciles, a la
piedad, al honor de la nobleza, la dignidad de los monarcas e incluso la
irreprochable conducta de María Antonieta (otras fuentes nos dirán lo
contrario), así como a la bondad de los campesinos que adoran a los nobles, sus
señores y dominadores, al tiempo que tacha de depravadas indecentes a las
pescaderas de París, incapaces de guardar las formas. Pero la autora no hizo
gala de esa misma moralidad que exaltaba cuando, en mejores circunstancias,
cayó en brazos del heredero inglés, o se rindió al galanteo del duque de
Orleans y de Gustavo III. Dicen que incluso Napoleón le pidió matrimonio. Con
la excusa de tener un marido anciano, del que se divorció tras la aventura con
el príncipe inglés, quizás pueda justificarse su conducta libertina, pero sin
perder de vista que nunca se alejó de la primera línea de fuego del poder,
siempre con figuras de primer orden, todas sus conquistas fueron principescas.
Dado que
incluso las formas morales al uso daban cobertura a las conductas libertinas
que condenaban, siempre que se desarrollasen discretamente, no ha de extrañar
que este diario, como buena parte de los escritos testimoniales de la época,
presente un cariz ideológico favorable a los perseguidos por los jacobinos, y
que todos ellos sean buenos realistas, honestos, piadosos, educados. Si acaso,
reprocha a algunos caballeros nobles su cobardía, que no se levanten en defensa
de los monarcas insultados, injuriados, vejados por la chusma, apresados,
juzgados y ejecutados. A más de doscientos años de distancia, podemos acordar
que Luis XVI quizás fue injustamente tratado, que posiblemente hubiera cedido buena
parte de su poder si los derroteros de la Revolución le hubieran dado las
suficientes oportunidades. Era un espíritu débil y a poca presión que recibiese
estaba dispuesto a hacer concesiones políticas, con tal de no derramar la
sangre de sus súbditos, sangre que el entorno aristocrático que le sostenía
despreciaba profundamente. No hay duda tampoco sobre los excesos de los
jacobinos, que podrían haberse evitado si los moderados hubiesen tenido cierta
sensibilidad hacia los problemas sociales tan cercanos a ellos.
Pero
nada de todo esto aparece en el diario de Mrs. Elliot, sino la defensa a
ultranza del absolutismo y una completa incomprensión del trasfondo socia del sans-culottisme. Sólo destaca la
depravada violencia de la plebe, pero ni un ápice sobre la violencia legítima
que la casta superior ejerce sobre los inferiores, del peso económico de los
privilegios de unos pocos sobre los muchos que no tienen nada, ni siquiera la
educación que permitiría dejar testimonio escrito de su propia condición. La historia
de los pobres siempre ha sido escrita por otros.
Escena de la película La inglesa y el duque (2001), que reproduce el interrogatorio sufrido por Mr. Elliot |
Pero aún
podemos reconciliarnos con Grace D. Elliot, aún puede sacarse algo positivo de
sus memorias: al cabo, Mrs. Elliot fue una perseguida política, encarcelada,
interrogada, amenazada, casi a un paso de la guillotina, como tantos miles de
inocentes que apenas habían esbozado una queja por el precio del pan ante un
vecino despechado por alguna vieja disputa. En sus memorias hay algunas páginas
que la reconcilian con la historia universal de los perseguidos por el poder, y
en eso su testimonio adquiere un valor especial, porque deja a un lado los
hechos más o menos retorcidos por la perspectiva ideológica para describir
momentos de especial sentido trágico: las despedidas de los que van a morir, la
colaboración entre los que están encarcelados sean de la condición que sean, el
sentido humanitario de algunos carceleros. Son elementos comunes a la memoria
universal de los perseguidos.
INFORMACIÓN COMPLEMENTARIA:
Comentarios en inglés: enlace.
Fragmento de la película La inglesa y el duque, de Eric Rohmer, 2001, que recomendamos a pesar de las críticas recibidas:
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