SPANISH REVOLUTION (5) Artículo después de la batalla campal
La masacre de Peterloo
16 de agosto de 1819, posiblemente un día caluroso en pleno verano inglés. La Revolución francesa terminó en 1815 con la derrota definitiva de Napoleón, ahora desterrado y bajo vigilancia inglesa en la isla de Santa Helena. Morirá en 1821, no se sabe si a causa de su enfermedad estomacal o lentamente envenenado. El Antiguo Régimen se recupera del tornado revolucionario. Los Tories vuelven a sus agradables quehaceres y nada hay en el horizonte que pueda amenazar la placidez de los jardines ingleses. Sin embargo, el miedo a una revolución jacobina en Inglaterra sigue latente entre la aristocracia, porque los movimientos radicales que exigían reformas democráticas crecieron durante los años de revolución en Francia, alimentados por el entusiasmo que cruzaba el Canal en las mismas barcazas que cruzaban contrabando de un lado al otro.
1819 ha sido un año de crisis económica y de subida de los precios de los alimentos. Esos radicales están indignados (y eso que no han leído el libro de Hessel), y preparan una demostración de su descontento con el objetivo de reclamar reformas parlamentarias y romper el monopolio del Parlamento, en manos de la inamovible clase política asentada en su poder económico. Unas 60.000 personas (convocadas sin recurrir al facebook ni al sms) se concentran a tal efecto, pacíficamente, mujeres y niños incluso, en St. Peter’s Fields, en Manchester (conocido más popularmente como Peterloo). Las autoridades están nerviosas ante tanta gente reunida, y ordenan la detención de los líderes del movimiento (que ahora aquí podríamos denominar “16A”, por ejemplo). En el momento de arrestarlos, la confusión y el miedo lleva a los agentes policiales a desenvainar sus sables y comienza un ataque generalizado sobre la multitud; poco después se les une el 15º regimiento de húsares y los Cheshire Volunteers. Resultado: en diez minutos se completa la operación de limpieza, y en el lugar sólo quedan los cuerpos de los muertos (11, otras fuentes dicen que 15) y los heridos (unos 500). Una brigada de limpieza muy eficaz.
Primavera española
27 de mayo de 2011, un día tan caluroso como pueden serlo los días de agosto en Manchester. Lo que ha ocurrido en Barcelona, salvando las distancias históricas, que son muchas, encierra algunos paralelismos con este amargo episodio de la historia de la democracia y del movimiento obrero. Cierto, no ha habido muertos, ni tantos heridos; pero sí brutalidad de la policía ante personas mayores, ante jóvenes que sólo se resistían a ser limpiados del lugar donde manifestaban su descontento. Doscientos años después, y gracias a las cámaras digitales, al móvil y a la red, hemos visto a los agentes de policía comportarse como auténticos hooligans salvajes. Obedecían órdenes, por supuesto. Algún político habrá pensado que, como ya no hay elecciones en el horizonte inmediato, y un próximo acontecimiento deportivo está al caer, está justificado limpiar la plaza de chabolistas gritones.
En Peterloo no había nada que temer en ese sentido: ni el Manchester United existía, ni al día siguiente iba a haber elecciones. A fin de cuentas, el sufragio era censitario y sólo se podía votar a partir de un determinado nivel de renta. Esa era la legalidad vigente y había que respetarla, como todas las legalidades. Para oponerse sólo quedaba el camino de manifestarse ilegalmente. Como en Peterloo, en España las manifestaciones en plena campaña electoral son ilegales. Nadie había pedido permiso para acampar, ni nadie con autoridad lo había dado, sólo lo habían consentido porque les elecciones pendientes no dejaban margen para atacar a tanto descontento, no fuera que los otros descontentos que se quedaban en casa empatizaran con los agredidos. No creo que el movimiento popular haya alterado los resultados electorales, pero sí que el temor a que eso ocurriera ha podido interferir en el tratamiento que han recibido los manifestantes. Vamos, que las autoridades han aplicado la ley cuando les ha convenido. Ahora ya no es contraproducente, al menos en sentido electoral, barrer a los concentrados de la plaza, hacer limpieza y confiscar su material informático y sus víveres. Ha llegado el momento de hacer respetar la ley y poner a todo el mundo en el sitio que corresponde: nadie por encima de la ley. Nadie, ¡qué risa!
Yo tenía la ligera sospecha de que esto no iba a ninguna parte, que los acampados descargarían su frustración durante unos días más y luego se disolverían de puro aburrimiento, ya que una situación así no puede prolongarse indefinidamente si no hay alguna chispa que realimente el fuego inicial. En Francia hubo alborotos durante un par de semanas y luego volvió la clama. Hessel ha vendido allí dos millones de ejemplares de su libro y la indignación no ha trascendido a las plazas públicas, ha sido más bien privada. Aquí la situación es más grave, hay una tasa de desempleo que ha batido récords y la corrupción política es noticia cada día. Pero todo eso acaba en retroceso si se deja pasar el tiempo. Desde un punto de vista de estrategia de desgaste, resultaba mucho más inteligente dejar pasar ese tiempo y desgastar a los indignados a base de pura rutina. Pero no, la policía ha sacado las porras y ahora hay más indignados que antes en Barcelona y en otras ciudades. Hay heridos, se piden dimisiones, y un partido de fútbol en el horizonte inmediato, pero aún eclipsado por los acontecimientos recientes. Por una vez, y aunque sólo sea durante unas horas, la política habrá vencido al deporte.
Participación y representación
Queda pendiente una cuestión mucho más importante, aunque más abstracta. Este movimiento popular del 15M, que se parece más a Peterloo que a la Plaza Tahrir (aunque muchos se hayan empeñado en encontrarles paralelismos), reclama reformas en la ley electoral y en la gestión de la representación política, más transparencia y honestidad en la gestión del dinero de los contribuyentes, menos corrupción y más exigencias al sistema bancario, y que no se recorten los gastos en materia social, entre otras reclamaciones de orden similar. La protesta, en su sentido presencial, podría ser ilegal, aunque hay un derecho constitucional que ampara la reunión en espacios públicos; pero en cuanto al contenido, se trata de una protesta absolutamente legítima. Y dadas las dificultades reales para que ese contenido se transmita a los representantes políticos, el formato presencial, la manifestación pública, masiva y pacífica, es también un medio legítimo para presionar a los políticos apostados tras las murallas de su castillo.
Este episodio pone de manifiesto que tenemos una democracia censitaria, aunque el sufragio sea universal. El capitalismo salvaje convierte en censitaria nuestra libertad, y en personajes de ficción a nuestros representantes. Somos formalmente libres e iguales ante la ley. Pero en realidad, todos esos derechos formales dependen de nuestra renta. Eso es la democracia censitaria, la libertad censitaria. Es indiferente que podamos votar todos en igualdad de condiciones, en secreto y después de una jornada de reflexión que ha seguido a dos semanas de bombardeo de consignas emocionales. En realidad, nuestras libertades están mal repartidas, injustamente repartidas, y eso se aprecia sobre todo en tiempos de recesión, o cuando vamos al supermercado. Esto afecta sobre todo a nuestra capacidad real de incidir en las decisiones políticas: la soberanía reside en el pueblo, pero la ejercen nuestros representantes. Si deseamos regular la forma en que nuestros representantes deciden por nosotros, la legalidad vigente no permite tocar nada de todo un sistema de filtros selectivos y de mecanismos de distribución de los votos que favorecen la concentración de los flujos de opinión dentro de las líneas controladas por los aparatos de los grandes partidos políticos. Al final del camino se llega a la reforma constitucional, pero esa vía no la quiere tomar ningún político en estado de sobriedad, porque es abrir la caja de Pandora. En el delicado equilibrio entre participación y representación, siempre primará la representación, porque por esta vía es más fácil preservar la estabilidad política, es decir, la continuidad de la partitocracia y de los políticos profesionales. Así que si una parte de la ciudadanía opta por estirar del hilo de la participación, alcanzará un punto donde un enorme nudo marca la frontera entre lo legítimo y lo legal. No creo que alrededor de este movimiento primaveral se haya alcanzado ese punto, pero llegar a él y advertirlo sería una muestra de enorme madurez política en la ciudadanía.
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