Adieu, Germaine (1817)

14 de julio, día de celebración para todos los espíritus republicanos, tan cerca del nefasto 18 de julio. Es también la fecha del fallecimiento de Germaine Necker, más conocida como Mme de Staël. Para recordarlo, este fragmento del final de su biografía, escrita por Emmanuel Beau de Loménie, cuya traducción estoy editando y en fechas próximas convertiré en libro.



Germaine Necker, por Gérard, 1810
El 21 de febrero de 1817, en el hôtel del ministro Decazes, asistiendo a una fiesta, Germaine sufrió un ataque de parálisis. Sin embargo, siguió sin querer renunciar aún a sus afanes. Durante varios meses, desde su casa, reclamaba a sus amigos. Les invitaba a cenas en las que ella misma ya no podía participar. Fue en una de estas cenas donde Chateaubriand y Mme Récamier, que no se habían visto desde su primer encuentro en los tiempos del Consulado, volvieron a verse. Más tarde, en la noche del 13 al 14 de julio de 1817, tras haber tomado una dosis de opio demasiado fuerte para su debilitado organismo, se durmió para no despertarse más.

Es difícil resumir, como hemos intentado aquí, esta carrera agitada y febril sin que, a pesar de la indiscutible elevación de espíritu que se le adivina, el cuadro no aparezca, en más de un trazo, caricaturesco.

Víctima de una situación incómoda debida a su nacimiento en un entorno a la vez brillante pero sin sólidos cimientos franceses del salón Necker, fueron los reflejos esenciales de nuestra civilización tradicional los que su sensibilidad no pudo percibir por sí misma. Estaba condenada en cierto sentido a un entorno heterogéneo de bohemios internacionales. En lugar de encontrar el apoyo de algún espíritu firmemente equilibrado que la sostuviese y la guiase, se vio abocada a caer bajo la influencia, según muchos puntos de vista intelectualmente malsana, de ese genio maligno que fue para ella Benjamin Constant. En sus obras se puede apreciar.

Aquellas que fueron escritas para el público, envueltas de una pompa muy afectada, permiten actualmente apreciar sólo una imagen recargada. Por lo demás, la necesidad de eso que llamaba entusiasmo, esa necesidad de brillar, de ejercer un papel público que alteraba la falsedad de su posición y que ella había cultivado con una inquieta avidez, todo ello sabía que no era, en gran medida, más que una distracción. Así lo confiesa en una frase de su libro sobre Alemania, que se ha hecho famosa: “La gloria no podía ser para una mujer más que el súbito final de su felicidad”. Germaine gustaba de acusarse a sí misma de eso que llamaba la incapacidad de los hombres de sentirse bien junto a una mujer superior. Otros han insistido precipitadamente en el obstáculo que para ella representaba su físico poco agraciado. Quizás sea necesario dar cuenta de las condiciones existenciales a las que su nacimiento y su educación la condenaron.

Sólo en sus cartas se reflejan con autenticidad todos sus dones y los atractivos naturales de su sensibilidad. Cartas escritas espontáneamente, casi sin puntuación, evidentemente no revisadas, a menudo demasiado desbordantes de exaltación verbal, sobre todo las dirigidas a Mme Récamier, porque con esta amiga que, como ella misma escribió una vez, fue para Germaine una verdadera confidente, no tenía nada que ocultar ni calcular.

En ellas se aprecia no solamente espontaneidad, una delicadeza más exquisita de lo que su existencia podía llegar a manifestar, sino también un alma noble y sin bajezas. Ni en una sola ocasión en que estuvo junto a su amiga, que la aventajaba en belleza sobradamente, dio pruebas de amargura. No pasaba por alto el atractivo de Juliette, sufría por ello, se resentía con expresiones que, de venir de otra persona, podrían prestarse a equívoco; como por ejemplo cuando le escribió: “La última vez que os vi me sentí interesada como nunca lo había estado por una mujer”. Le llegó a confesar abiertamente la envidia que sentía por ella, en frases como ésta: “Si fuese posible envidiar lo que se estima, yo daría todo lo que soy por ser tú.”

Pero, en realidad, no se sentía celosa. Y el afecto tan sincero y recto que sentía le era precioso. Mme Récamier, en efecto, ganó para sí misma todo lo que la desbordante sensibilidad de su amiga hacía irradiar a su alrededor. Tanto su cultura como su posición social se transformaron. Guardó por ello un reconocimiento a Mme de Staël que el fue reconfortante y le supuso aún un último beneficio.

Como se ha dicho, fue alrededor del lecho de muerte de Mme de Staël que Mme Récamier y Chateaubriand se reencontraron, en 1817. Su larga y célebre amistad nació de este momento. Mme Récamier debió mostrar entonces a Chateaubriand la colección de cartas que había recibido de Mme de Staël, de las cuales publicamos, por primera vez, una edición completa. Y Chateaubriand, que las conoció, escribió en sus Memorias sobre estas cartas: “No hay en las obras publicadas de Mme de Staël nada que dé una idea de lo natural de esa elocuencia suya, en que la imaginación presta su expresión a los sentimientos. La virtud de la amistad de Mme Récamier debió ser enorme, ya que llevó a una mujer de genio a dar salida a todo lo que estaba escondido y aún no manifestado de su talento.”

Ésta era, sin duda, la virtud de la amistad de Mme Récamier; pero también la virtud de la generosidad de corazón de Mme de Staël, a quien las desafortunadas circunstancias de su destino no le permitieron expresarse en otro lugar con tanto encanto.

FUENTE: 
  • Emmanuel Beau de Loménie, Introduction à Lettres de Madame de Staël à Madame Récamier. París, Domat, 1952





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