NOTAS SOBRE FRANCISCO SUÁREZ (1548-1617)
Contexto cismático
Uno de
los factores antecedentes presentes en el desarrollo del pensamiento de Suárez
es el cisma anglicano. Este fenómeno afectó considerablemente al mundo político
de aquel momento: la cabeza de la Iglesia paso a ser propiedad de un monarca,
de modo que el poder político amplió su alcance al ámbito de lo religioso,
aumentando su capacidad de control y su fuerza. La situación cismática generó
una discusión intelectual y filosófica sobre cuáles debían ser las relaciones
entre el poder espiritual y el político. En esta polémica intervienen tanto
James I que, con sus escritos, se convierte en el primer teórico del derecho divino
de la monarquía, como Roberto Bellarmino y Juan de Mariana, ambos
contractualistas, así como Suárez, por encargo del Papa.
Hay que
considerar que la historia del cisma anglicano sufre ciertos altibajos en manos
de los sucesores de Enrique VIII. Su hija María intentó restablecer el
catolicismo, pero Isabel I recuperó el anglicanismo, enfrentándose a católicos
y calvinistas (puritanos). También hay que contar con los intereses creados a
partir del reparto de los bienes eclesiásticos confiscados entre la
aristocracia, ya en tiempos de Enrique VIII. La aristocracia inglesa apoyaba el cisma.
Con
James I se complica el escenario, a partir de 1606, tras la Conjuración de la
Pólvora, cuyo fracaso puso en evidencia la conspiración de los católicos para
destronar al rey. Esto supuso un endurecimiento del anticatolicismo, imponiendo
la obligación de un juramento de fidelidad al rey en el que se reconoce que el
poder espiritual está bajo la jurisdicción del poder político, y que el poder
de Roma no puede interferir sobre el poder absoluto del monarca.
Suárez
se opuso al absolutismo jacobino basándose en la doctrina jesuita del poder indirecto
del Papa, por la que defiende el derecho del Papa a intervenir indirectamente
en los asuntos políticos de las naciones.
Pero defiende la separación entre los poderes político y religioso como
garantía de limitación del poder político: el soberano no debe asumir ningún
poder de carácter religioso. Con sus argumentos contra el absolutismo, Suárez
será uno de los iniciadores teóricos, e incluso terminológicos, de los
postulados democráticos modernos.
Es
importante tener en cuenta el concepto de poder y su origen, en el pensamiento
de Suárez. Parte de la idea de que el poder es algo necesario, frente al llamado
error judaico, que mantiene lo contrario, que un cristiano no necesita
ser mandado por otro. Suárez, en cambio, considera legítimo que haya un poder
político, un poder civil que ordene la vida social; un poder que sea coactivo,
ya que la sociedad se compone de hombres imperfectos; en un mundo de hombres
perfectos no sería necesario el poder.
Suárez
distingue entre comunidad social y comunidad política. Una cosa es vivir en
comunidad social y otra dotarse de un componente político. Lo social o
comunitario es fruto de la naturaleza (aquí hay un avance de lo que será el
estado natural en Locke, frente a la visión hobbesiana de la naturaleza antisocial del ser humano), pero lo político es fruto de un pacto necesario para
asegurar esa vida social. En cierto sentido, el Estado no es una institución natural.
Además,
el poder tiene un origen y naturaleza divinos (y en esto coincide con James I).
El poder es otorgado por Dios y toda autoridad tiene algo de sagrado, de
religioso, por lo que debe ser acatado (véase un artículo de Claude Lefort
sobre este asunto, en este enlace). Pero el acatamiento del poder no supone obediencia pasiva
(aquí se separaría de James I), Dado que el poder es una garantía para la
naturaleza social del hombre, en tanto que ordena la vida social, el ejercicio del
poder no puede ser separado de ese fin. Dios ha dado el poder a los hombres en
virtud de que la naturaleza humana lo precisa para conseguir así una vida
social aceptable.
En este
sentido, el poder tiene un carácter divino, pero no por la voluntad de Dios,
sino por la virtud de Dios, por las facultades que Dios ha puesto en el hombre.
Se trata, pues, no de un origen divino explícito del poder político, sino
indirecto: Dios no concede el poder a los reyes directamente, sino a través de
la comunidad. Nadie, ni ninguna forma de gobierno, son sujetos de poder en el
sentido de haberlo recibido directamente de Dios. Sólo Dios es sujeto de poder,
sólo Dios dispone de la soberanía (en el sentido de Jacques Maritain). Ningún
rey recibe el poder a través de una concesión particular de Dios, ni la
monarquía tiene, como régimen, una especial predilección divina. El poder tiene
un origen indirecto en Dios, y las formas políticas concretas dependen de las voluntades
humanas. A las comunidades corresponde la concesión del poder, para que se
gobiernen a sí mismas a través de una concesión suya a quien haya de ejercer el
poder. El poder reside en la comunidad, y el rey lo recibe de ella. Los reyes
sucesivos también reciben el poder de la comunidad, en virtud del primer pacto,
y no directamente de sus padres, como mantienen los absolutistas.
Dado
que el poder político es un instrumento de ordenación social orientado hacia el
bien de la comunidad, su legitimidad radica en que cumpla estas funciones. Si
un régimen es deficiente en este sentido, la comunidad tiene derecho a
deshacerse de sus gobernantes y sustituirlos por otros que considere mejores
(Sabine, pág. 291). La legitimidad de un gobernante radica en que sea aceptado
por la comunidad. Dado el rey recibe el poder de la comunidad, lo puede perder
por la voluntad de esa comunidad.
Siendo el poder expresión de la voluntad humana, no siempre es la voluntad humana la que elige las formas de poder o de gobierno, sino que toda elección esta condiciona por las circunstancias históricas. Así, dos son las manifestaciones de la legitimidad de una forma política concreta:
- Cuando se consiente la autoridad de una forma política cuyo origen se pierde en la historia, como puede ser el caso de las monarquías. Aquí se incluye la idea de que el pacto político no es un documento explícito, sino un acuerdo implícito a que se llegó en momentos en que no había escritura.
- Elección libre de la forma y la persona, mediante instituciones políticas. La comunidad elige a sus gobernantes y ya no puede recuperar el poder cedido, aunque pueda poner condiciones para aceptar a esos gobernantes y seguir obedeciéndoles (legitimidad como consentimiento).
El pacto o contrato
En este
punto es importante la noción de pacto, en el cual se establecen las condiciones
particulares para la concesión del poder comunitario s los gobernantes, con sus
propios límites, cuyo olvido por los gobernantes justificaría la rebelión del
pueblo contra ellos.
La historia
muestra que, sin embargo, no es el pacto la manera habitual del otorgar el
consentimiento de una comunidad hacia quien detenta el poder, sino que es la
violencia y la guerra. El poder siempre se instala con una cierta violencia y
su legitimación depende más del consentimiento tácito que de la existencia de
un pacto explícito. Lo deseable es el pacto, pero la realidad es la violencia.
El
consentimiento tácito legitima incluso al tirano. Y si hay un consentimiento
histórico hacia sus sucesores, ese poder ya tiene cierta legitimación, que
quizás se pierde en la historia. La permanencia en el poder es por de sí un
signo de legitimidad (como Aristóteles señala). Un régimen no consentido es un
régimen precario, rodeado de enemistados y obligado a usar el poder con exceso,
precarizándose cada vez más.
De manera que podemos hablar de los límites del poder político, condicionados por la relación de consentimiento entre el pueblo o comunidad y los órganos del poder. El derecho de limitar el poder de los gobernantes hasta llegar a la desobediencia y el tiranicidio se deriva de las anteriores premisas: el poder del gobernante deriva del pacto que la comunidad ha hecho con él o con sus antecesores, para que actúe siempre en vistas al bien de la comunidad. Este contrato debe ser cumplido por el gobernante, y en él se establecen los límites de sus atribuciones, lo que la comunidad se guarda para sí, e incluso las condiciones para la sucesión en el poder. Esto último no es una atribución de quien ejerce el poder, como pretenden los absolutistas, arguyendo la relación entre herencia-sangre-concesión divina directa.
En
cuanto a la desobediencia si el gobernante no cumple con las condiciones del
pacto, en su Defensio fidei Suárez proclama la posibilidad de que el
ciudadano se resista ante los abusos del poder político, sobre todo en lo que
respecta a la conciencia (derecho natural). La conciencia, entendida por Suárez
como origen moral del poder, justificaría los actos de desobediencia civil
cuando el gobernante abuse de sus prerrogativas.
Por
estas ideas, Suárez fue acusado de apología del soberano (tiranicidio), en un momento
en que el absolutismo comenzaba a extenderse en los estados nacionales
modernos. Su oposición a las pretensiones monárquicas de adquirir más poder se basa
en una visión contractualista y comunitarista de la sociedad civil, como
conjunto de hombres que son capaces de satisfacer sus necesidades materiales en
común y que, por lo tanto, tiene el poder natural de gobernarse a sí mismo
(Sabine, pág. 290).
En
cuanto a las relaciones entre la Iglesia y el Estado, Suárez postula que la
religión cristiana es una institución universal, de la que el Papa es un jefe moral
y espiritual, portavoz de la unidad moral de la humanidad, de la comunidad
universal de los hombres. En este sentido, Suárez analiza en qué plano ha de
darse la relación entre la Iglesia y los estados cristianos, dando cuenta de qué
poderes disponen cada uno de ellos, y en qué unos pueden estar subordinados a
otros.
El Estado
es nacional y particular, frente al carácter universal de la Iglesia. Su origen
es humano, creación del hombre que, llevado por sus necesidades establece un
pacto entre sus semejantes, acordando regirse de tal modo y erigiendo una
autoridad que gobierne y controle el orden social, ateniéndose esa autoridad al
pacto mismo. Este postulado contractualista se justifica en tanto que el pacto
es un hecho natural que no depende de Dios, sino de la naturaleza humana. Lo
que además condiciona al Estado en tanto que determina el ámbito del ejercicio
de su poder, que deriva directamente de la comunidad y no de Dios. Estado e
Iglesia son, pues, independientes. La Iglesia no debe inmiscuirse en lo
político propiamente dicho, y todo gobernante ha de obrar con independencia del
Papa. Pero los estados deben aceptar un poder indirecto del Papa sobre los
monarcas, gobiernos y leyes, en aquello que afecte a fines morales y
espirituales de los Estados. Ésta es la cuña de poder que Suárez permite a la
Iglesia en los Estados, de una manera semejante a Bellarmino.
Aportación al derecho natural
Para Suárez, la ley natural procede de la ley divina, inmutable, eterna, y está al alcance de la razón humana. La ley natural sería
una concreción de lo divino. A diferencia de otros iusnaturalistas, como Vázquez,
otorga a la ley natural una gran amplitud de aplicación en los asuntos humanos,
incluso el derecho de gentes. Pero estos principios básicos del derecho deben
ser aplicados con ayuda del derecho positivo (concreción de lo natural en lo
positivo), que permite adaptarlas a las diversas circunstancias que se dan
entre los hombres. Pero sin olvidar que el derecho positivo depende de la ley
natural, encaminada al bien común.
La idea
es que la ley natural no puede ser modificada por la legislación humana, ni por
el Papa ni por Dios. Por eso, el derecho natural es el canon, la referencia
para el derecho positivo, tanto constitucional como civil, y como
internacional. Lo que supone, además, un concepto de estado sometido al imperio
de la ley, derivando ésta de la ley natural. Así, su idea
del Estado es más jurídica que política, en un intento de contrarrestar el
enfoque de Maquiavelo.
De esta
concepción deriva su idea del derecho internacional, sobre la base de una
comunidad universal. Para Suárez, los estados han de velar por el bien del
pueblo, tanto en su sentido interno (nacional) como externo (internacional), es
decir, que han de ocuparse del bien común de todos los hombres. Este
universalismo, compartido con Vitoria, se basa en la idea de que “por mucho que
la humanidad esté dividida en una multiplicidad de organizaciones políticas,
forma en realidad una sola comunidad de individuos iguales.”
BIBLIOGRAFÍA
Giner, S., Historia del pensamiento social. Barcelona, Ariel, 1975 [1967].
Sabine, G., Historia de la teoría política, Madrid, FCE, 1986 [1937].
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