HEMEROTECA: actualidad de Edmund Burke (2002)
Texto mío presentado como ponencia en el III Congreso de la SIEU, (8-10 de octubre
de 2001). Las actas fueron publicadas bajo el título Retos de la razón
práctica. Barcelona, Publicacions de la Universitat de Barcelona, 2002
(para este texto, págs. 529-537).
El texto puede leerse en versión digital en este enlace: Retos de la razón práctica.
Burke: tradición versus modernidad
Josep Pradas
El presente estudio analiza las ideas de
Burke sobre la relación entre filosofía y acción política, relación que el
autor irlandés considera antinatural si la filosofía pretende condicionar a la
acción política desde el dictamen de las ideas abstractas, es decir, de la
Razón, que los filósofos ilustrados elevaron al rango de criterio universal
para entender y organizar el mundo. Según Burke, el mundo social es un asunto
demasiado complejo para la racionalidad: la vida de los hombres, sus
relaciones, sus creaciones y sus creencias se componen de muchos elementos y
adquieren numerosas facetas que la razón sólo puede enmarcar reduciéndolas a
abstracciones que necesariamente las simplifican. De manera que al considerar
la cuestión de la acción política hay que contemplar todos esos elementos en
conjunto, hay que ir más allá de la racionalidad y apelar a las circunstancias.
Se trata, pues, no de un furibundo ataque a la racionalidad en sí, ni de una
defensa radical de la irracionalidad, sino más bien de enmarcar el uso de la
razón en su lugar adecuado, de acotar y limitar su alcance respecto de la
acción política, que ha de estar determinada por la realidad concreta, las circunstancias
sociales y culturales, económicas y religiosas. Es lo que Burke engloba bajo el
concepto de tradición. La tradición, en suma, es la que ha de mirar el político
a la hora de plantear su acción, y tal cosa no supone negar un puesto a la
razón abstracta instrumental, sino ponerla al servicio de la prudencia
política, limitada por una razón circunstancial.
El contexto de la reflexión de Burke
remite, sin duda, a la influencia de las ideas ilustradas sobre los dirigentes
políticos de la Revolución francesa. El régimen absolutista y el sistema feudal
fueron disueltos en poco tiempo por la acción legislativa y ejecutiva de la
Asamblea Nacional. Lo que Burke reprocha de esta acción política no es sólo su
sentido desmedidamente destructivo, sino también, y sobre todo, que el sentido
constructivo de la acción de la Asamblea fuese dirigido sin tener en cuenta las
circunstancias de Francia y siguiendo, en cambio, criterios estrictamente
racionales, a menudo inspirados en el utilitarismo (por ejemplo, la creación de
los departamentos al margen de las divisiones territoriales tradicionales, o la
cuestión de la aritmetización del nuevo régimen electoral).
En este contexto, el ataque de Burke a
las ideas abstractas sí es furibundo, e igualmente radical su defensa de las
circunstancias y los prejuicios morales y religiosos como criterios superiores,
alternativos y excluyentes de la racionalidad en el terreno de la acción
política. Sus Reflexiones sobre la
Revolución francesa, 1790, (en adelante Ref.)
son un buen ejemplo de cómo la revolución y la violencia que conlleva consiguen
cambiar la orientación política, ideológica y filosófica de un intelectual,
acaso porque el peso de los acontecimientos pone en juego sus miedos y saca a
la luz sus convicciones inconfesadas. Aunque a Burke se le tiene por ilustrado,
su propuesta se encuentra en las antípodas de la Ilustración, que pretendía dar
al hombre mecanismos para pensar por sí mismo, sin la guía de otro, como
postulaba Kant. Con Burke ya no es necesario cuestionarse uno mismo el estado
de cosas en que se desarrolla la vida política y social; es suficiente
preguntar a la tradición (o a los poderes que se apoyan en ella), y la
tradición responde.
El presente estudio se detendrá con
detalle en la articulación de esta crítica a la racionalidad desde la defensa
de la tradición y a través del concepto de prejuicio, tal y como aparece en las
Reflexiones de Burke. Defensa que
está directamente implicada en su ataque a la Revolución francesa, y es además
una defensa de las instituciones políticas tradicionales del régimen inglés.
Dado que el interés de un autor del
pasado se justifica frecuentemente en la medida en que pueda relacionársele con
el presente, se establecerán paralelismos entre Burke y el contexto
contemporáneo de crítica y negación del valor de la racionalidad. El interés
que Burke pueda suscitar hoy se debe a que los criterios que usó para
cuestionar la razón ilustrada son ahora plenamente vigentes tras el fracaso de
la misma y la crítica nihilista que ha sufrido en el último siglo.
Los argumentos contra la razón abstracta
El ataque de Burke a la racionalidad
abstracta tiene como punto de partida la idea de que las circunstancias que
envuelven la vida social priman sobre cualquier otro aspecto a la hora de planificar
la acción política (Ref., 43). Las
circunstancias siempre están por encima de los principios abstractos, allá
donde estos tengan algún crédito. En el fondo, la afirmación de la primacía de
las circunstancias equivale en Burke a una formulación naturalista: la acción
política ha de atenerse a la naturaleza de los hombres, con toda su
complejidad. Por eso, en tanto que la acción política no puede desatender las
circunstancias sobre las que se aplica, la prudencia queda como reina de la
política (Ref., 185-186 y 226). Casi
nada puede objetarse a esta lección de buen hacer, pues parece que esa es la
mejor forma de llevar a cabo reformas políticas y sociales, atendiendo a la
realidad. Pero en Burke, la prudencia depende del carácter inapelable de la tradición,
a través de las circunstancias que la reflejan, y se dirige expresamente a
evitar los cambios.
La naturaleza social y humana es tan
compleja que no puede ser abarcada por las abstracciones metafísicas, si no es
reducida a un pliego sobre los derechos del hombre. Los derechos abstractos,
por artificiosos y por simples, son incapaces de responder de la naturaleza
humana, compleja y hasta caprichosa en su circunstancialidad. De ahí la
necesidad de atenerse a las circunstancias para cubrir la desigualdad natural
entre los hombres (Ref., 198-199).
Según Sabine, hasta aquí coinciden la crítica de Hume y la Burke contra la
simplicidad de los argumentos utilitaristas (Sabine 1937).
Para Burke, la tarea de los legisladores
abstractos ha sido no tener en cuenta las formas sostenidas durante siglos,
suprimir los estamentos y confundir lo más posible toda clase de ciudadanos en
una masa homogénea; tener en cuenta sólo los individuos aislados y su cantidad,
eludiendo otras categorías que, en su opinión, tienen mucho más peso social y
circunstancial. Aquí apunta al utilitarismo: al igualar a los hombres en una
sola clase, formada por unidades de una misma e igual naturaleza, no se ha
tenido en cuenta que las circunstancias de cada ser le condicionan, y que las piezas
de un tablero pueden jugar en virtud de su naturaleza propia y del lugar que
ocupan (Ref., 199).
La igualdad aritmética y el mecanicismo
universal han roto según Burke la cohesión social tradicional, la confianza en
el orden y las jerarquías medievales. El orden ya no es fruto de la adhesión
irreflexiva, tan valiosa, sino del miedo y el cálculo egoísta de intereses (Ref., 105). El pensamiento racional puro
es una perniciosa infección en el pensamiento tradicional, que es de tipo
emocional, de adhesión y obediencia irreflexivas, no cuestionadoras, no
problemáticas. Cuando el orden tiene sentido, la razón calla. Pero hay un
movimiento intelectual que llama a cuestionar ese orden: la escuela de esos
sofistas que son los philosophes.
"La época de la caballería ya pasó, y ha sido reemplazada por la de los
sofistas, los economistas y los calculadores, extinguiéndose para siempre la
gloria de Europa" (Ref., 103).
Sin la tradición y sus valores, la sociedad marcha perdida, sin brújula, sin
orientación (Ref., 106). Las formas
modernas de la cultura, la razón y el librepensamiento, creen poder ocupar ese
lugar de guía desplazando a las formas tradicionales. Burke opina que tal
sustitución es nefasta, no sólo por la deuda de la cultura moderna hacia la
cultura medieval, sino también por el carácter esencial de ésta, que no puede
ser sustituido por las ideas abstractas y las innovaciones sociales y políticas
(Ref., 107). Frente a la influencia
de estos sofistas es necesaria la defensa de la tradición.
La defensa de la tradición: prejuicio y anti-ilustración en
Burke
Las circunstancias no son solamente la
coyuntura momentánea que envuelve a toda praxis política. Burke está pensando
de un modo orgánico, en tanto que no admite rupturas entre el pasado y el
presente, como si de un cuerpo o un edificio se tratara. El presente es la
herencia del pasado, del mismo modo que el presente condicionará el futuro. Las
circunstancias se heredan del pasado, y por ello no deben alterarse, son un
patrimonio de todas las generaciones (o como dijera Paine, una hipoteca).
Así, la cuestión puede entenderse como
una oposición entre tradición e innovación, entre circunstancias reales e ideas abstractas, que para Burke son vacías. A partir de aquí se impone
elegir, pues la situación obliga a ello, entre la 'superstición de la
tradición' y la 'superstición de los philosophes'.
Y Burke prefiere la "constitución moral del corazón" (impulsos
naturales, irreflexivos, emocionales; prejuicios, en suma) a "la escuela
de los derechos del hombre" (racionalismo, utilitarismo, maquiavelismo,
moral calculadora) (Ref., 108). No
duda en recurrir al corazón para defender la tradición; es un precursor del
romanticismo en lo político e ideológico, un nostálgico del mundo medieval, que
ha sido contaminado por el pensamiento racional. Burke añora el sistema de
relaciones sociales basado en la igualdad geométrica, en la desigualdad
suavizada por el sentimiento caballeresco que sólo poseían los que habitaban en
la cúspide de la pirámide. Inglaterra es aún Camelot, o al menos lo es en las
ensoñaciones del paseante Burke. Aunque, como dijo Cioran, "la miseria es
el único argumento contra el sueño", Burke sigue soñando, porque ni ha
visto la miseria de los franceses ni verá la de los ingleses.
En su defensa de la tradición, Burke se
opone al racionalismo ilustrado, al espíritu moderno que desde el principio
quiso romper con las ataduras medievales. El kantismo, por ejemplo, utiliza la
idea de libertad como principio abstracto, como universal deseable que ha de ser
ingrediente esencial de toda constitución política: "una sociedad en que
se encuentre unida la máxima libertad bajo leyes exteriores con el poder
irresistible, es decir, una constitución civil perfectamente justa, constituye
la tarea suprema que la naturaleza ha asignado a la especie humana" (Kant,
Idea de una historia universal en sentido
cosmopolita, Quinto Principio, 1784).
Por el contrario, Burke detecta una
oscura sabiduría en el prejuicio (prejudice)
que sirve de guía a la razón desnuda, que le proporciona un afecto (igual que
el prejuicio recibe una razón), y le da una permanencia que compensa de la
irresolución de la razón desnuda. El prejuicio dirige la acción, mientras que
la razón la paraliza. La racionalidad ha de contar con una base empírica, histórico-cultural
que le sirva de apoyo, porque por sí sola se pierde. Es evidente que Burke no
desdeña el racionalismo, sino sólo la pretensión de que la razón pueda erigirse
en un absoluto en el terreno práctico. No es un antirracionalista, pero no pierde
ocasión para atacar a los ilustrados. En un texto muy significativo afirma
Burke:
"Ya ve usted cómo en esta era de
ilustración tengo el atrevimiento de confesar que los ingleses somos
generalmente hombres de sentimientos no amaestrados, que en vez de arrojar
nuestros viejos prejuicios los acariciamos de un modo extraordinario y, para
mayor vergüenza nuestra, los queremos porque son precisamente prejuicios; y
cuanto más antiguos son, y más generalmente admitidos hayan sido, más los
reverenciamos. Nos espanta el hecho de que los hombres vivan y se relacionen
guiándose por su porción individual de inteligencia; porque sospechamos que
esta porción de cada hombre es muy pequeña, y que es preferible que los
individuos puedan recurrir al banco y al capital común acumulado por las
naciones y los siglos. Muchos de nuestros pensadores, en vez de refutar los
prejuicios generales, emplean su sagacidad para descubrir la sabiduría latente
que entrañan. Si encuentran lo que buscan, y rara vez dejan de encontrarlo, creen
que es más prudente continuar con el prejuicio que involucra la razón, que
arrojar la túnica del prejuicio y dejar la razón desnuda; porque el prejuicio,
acompañado de su razón, tiene un motivo para prestar dinamismo a dicha razón y
proporcionarle un afecto que le dará permanencia. El prejuicio es un elemento
de rápida aplicación en los casos de urgencia. Compromete previamente nuestra
inteligencia en una firme corriente de sabiduría y virtud, y no deja que en los
momentos de decisión, el hombre titubee de una manera escéptica, confusa e
irresoluta. El prejuicio hace que la virtud del hombre se convierta en
costumbre y que su deber pase a formar parte de su naturaleza" (Ref., 113-114).
Esta consideración sobre el riesgo de la
no limitación de la racionalidad parece venir directamente de Kant. Sin
embargo, el espíritu burkeano de la idea de prejuicio está en las antípodas de
la idea ilustrada de racionalidad y de la defensa que Kant hace de la
racionalidad crítica y la autonomía del ser pensante, individual y autónomo.
Burke propone una anti-ilustración: un pensamiento tutelado por la venerable
autoridad de la tradición. El uso preeminente del prejuicio, tal y como
reconoce Sabine (1937), descubre una vía de escape al escepticismo humeano,
pero también al racionalismo del método cartesiano, que condena explícitamente
el uso del prejuicio como exceso de prevención ante la evidencia de la verdad
debido a la persistencia en el alma de nociones adquiridas en la infancia sin
el menor examen y que oscurecen la luz natural o razón (Descartes, Discurso del método, Parte 2). El
prejuicio requiere mantener la mente en ese estado infantil que Kant tanto
critica al comienzo de su ensayo ¿Qué es
la ilustración? (1784). El niño no puede explicarse el mundo, así que acaba
tomando las explicaciones que le ofrecen los adultos.
Burke opta por el 'prejuicio' en el
sentido estricto del término: la "consecuencia de seguir a la naturaleza,
que consiste en una sabiduría sin reflexión, superior a ésta" (Ref., 66), "siguiendo el curso de
nuestra manera de ser, más bien que el de nuestras especulaciones, y escuchando
la voz de nuestro corazón, más que la de nuestra razón, por considerarlo el más
amplio depósito y receptáculo de nuestros derechos y privilegios" (Ref., 67). La tradición y el prejuicio
se imponen por sí mismos: el valor de la tradición consiste precisamente en ser
lo que es. La tradición aporta un sentido concluyente, es apodíctica. Cuando se
defiende la tradición, se defiende por sí misma. No es necesario discutir lo
que está, es decir, lo que es; de hecho, no se trata de discutir sino de vivir,
viene a decir Burke.
El prejuicio actúa de límite ante la
desnuda racionalidad de las ideas puras. Es el ropaje práctico de la razón
pura. El riesgo de las ideas puras, que Burke llama à priori, es que no conocen límite, porque la razón es libre,
ilimitada; y al aplicarla sobre la vida real de las personas y las cosas, puede
alterar los límites establecidos por los hombres y las circunstancias. La razón
propone ideales sin limitación alguna; el prejuicio histórico y social sería el
encargado de hacer que esos ideales se adapten a la realidad de las cosas y no
la alteren. Pero allá donde los prejuicios han sido eliminados y no ofrecen
resistencia alguna, la razón puede llevar a la guerra y la revolución (Ref., 92-93 y 230). Burke describe con
precisión cuáles son los mecanismos que garantizan la inmovilidad social y
política: si las mentes adquieren la capacidad de pensar libremente, los
prejuicios ya no servirán de barrera para evitar la revolución contra los
privilegiados. No es cinismo, es la expresión franca de las creencias de un
conservador inglés.
Tiene el prejuicio mucho que ver con el
profundo carácter religioso de la tradición cultural inglesa, que impregna a la
vez el carácter nacional inglés y que Burke recoge. El prejuicio religioso es
el mejor ejemplo de cómo se usa la tradición para garantizar el orden político.
En el hecho religioso se fundamenta la neutralización de los sectores sociales
más propensos al cambio: los trabajadores sin propiedad, los campesinos sin
hacienda, los artesanos asalariados. Por obra de la religión, el miserable no
piensa en el cambio sino que se consuela sin cuestionar, porque es el destino
que la voluntad suprema le ha reservado y ha de ser feliz en él. El prejuicio
anula toda posibilidad de canalizar la acción social desde la crítica racional,
porque el descontento no está tampoco racionalizado. Hay una relación íntima
entre el orden religioso y el orden político, en tanto que las creencias religiosas
generan orden social sin fuerza. Burke es plenamente consciente de este
mecanismo cuando afirma: "los súbditos no han de encontrar los principios
de subordinación natural en un sistema desarraigado de su mentalidad. Deben
respetar la propiedad de la que no pueden participar; y, cuando encuentran
_como ocurre generalmente_ que el éxito es desproporcionado al esfuerzo, debe
enseñárseles la forma de encontrar consuelo en los últimos designios de la
justicia eterna. Quienquiera que les prive de este consuelo mata su
laboriosidad y corta de raíz toda facultad de adquisición y de conservación. El
que obra así es un opresor cruel, el enemigo más ingrato de los pobres y
abandonados; al mismo tiempo que, con estas malvadas especulaciones, expone el
fruto de la laboriosidad floreciente y la acumulación de riqueza al saqueo de
los negligentes, los descontentos y los fracasados" (Ref., 250). Ciertamente, el prejuicio desplaza a la razón con mayor
facilidad que la razón al prejuicio, y así el nacionalismo napoleónico hizo
olvidar al pueblo todas las consignas sociales revolucionarias durante quince
años. Por eso Burke celebra anticipadamente el tópico marxiano de la religión
como opio del pueblo.
Todo esto convierte a Burke en menos
ilustrado de lo que puede parecer en sus escritos anteriores a 1789, por su
actitud intelectual en general y por su figura personal, que se mueve
cómodamente en los círculos selectos de la ilustración inglesa. A Burke se le
tiene por liberal ilustrado, pero los acontecimientos de la Revolución hacen
que emerja el viejo conservador de raíces agrarias y valores ancestrales; he
aquí al Burke romántico. Sabine señala que todo lo que Burke fue después de
1789 puede encontrarse en sus escritos anteriores, sólo que decorosamente
encubierto. El conservadurismo de Burke no es fruto de la Revolución francesa,
pero sí lo es su violenta reacción contra la filosofía que la inspiró (Pradas
1997).
Actualidad de Burke
La planificación de la acción política
obliga a tener en cuenta las circunstancias. El Estado ha de atender todas las
manifestaciones empíricas de la realidad, o sólo una parte de ellas, a través
de diversos criterios, sea para reconocerlas, sea para negarlas. Sin embargo,
lo circunstancial no sirve por sí mismo para discriminar la realidad que
contiene. Necesita factores externos de evaluación, que no son empíricos sino
ideológicos, principios y no consecuencias. Con ellos, lo que se da obtiene
carta de naturaleza, o la pierde.
La Ilustración hizo de la razón ese
criterio de discriminación de la realidad. Lo matemático, lo abstracto,
aritmético, geométrico, etc., es la auténtica naturaleza, de modo que lo
circunstancial debe conformarse a ella para ser a su vez real, auténticamente
natural. Lo racional es real, certifica Hegel.
El Romanticismo y Burke como su
adelantado dan a la tradición, a las circunstancias históricas y culturales
avaladas por los siglos de uso, el valor de criterio equiparable a la razón
ilustrada, como contrapartida a la misma y como solución a sus inconvenientes.
Es la segunda parte de la sentencia de Hegel: lo real es racional, esto es,
contiene una manifestación de la racionalidad humana, de la cual la razón
ilustrada es sólo una porción, y que sólo en virtud de su evolución hacia la
sinrazón deja de ser real para ser candidata a la sustitución por algo más
real, más racional. El inmovilismo de Burke no se basa en la irrealidad de lo
racional, sino en pretender que no hay razón para cambiar lo que ha sido
estable tantos siglos: si no hay movimiento en la naturaleza, no debe haberlo
entre los hombres. La racionalidad vinculada a la tradición es estática. En
este sentido, no sólo remite a Aristóteles, en tanto que la inmovilidad de algo
certifica su ser en la presencia continuada, sino que va más allá, hasta Platón
y Parménides, al postular la inmovilidad como única solución natural, puesto
que el movimiento es contranatural, contra el ser.
La posición de Burke está muy vinculada
a su siglo, lleno de revoluciones y de ansias de estabilidad. Burke y sus contemporáneos
asistieron a las convulsiones de la Revolución francesa, en la que se
conjugaban dos fases: una destructiva, que había de erosionar el terreno de las
circunstancias y las costumbres consolidadas por el uso, a la cual responde
Burke con su defensa de la tradición y su nostalgia medieval; y una fase
constructiva, que había de crear un nuevo sentido desde un criterio diferente,
a la cual responde Burke negando tal sentido, negando la legitimidad de la
razón para conseguirlo, y defendiendo la permanencia de lo tradicional como
auténtico sentido social, político y humano. La Revolución, dice, construye
desde la nada (Ref., 210).
En la actualidad hay un proceso similar,
pero a la inversa. La fase destructiva de la rebelión se ha desarrollado
precisamente contra el racionalismo que dio sentido a la fase constructiva de
la Ilustración. El nihilismo se ha encargado de erosionar la racionalidad como
criterio dador de sentido a las cosas, las circunstancias y las obras del
hombre. Ha derivado, sin embargo, en un vaciado absoluto de sentidos que no ha
aportado por sí mismo una fase constructiva de la rebelión, y esto es nuevo
respecto de movimientos anteriores. Frente a los que sostienen que la
posmodernidad tiene un carácter creador y alternativo a la modernidad destruida
(Anderson 2000; Lyotard 1979; Vattimo 1998), es posible sospechar que no es
así, que la modernidad ha acabado consigo misma, ha culminado en una operación
de erosión nihilista (Bell 1977; Lipovetsky 1986) sin otro fin que la crítica
vinculada al pensamiento destructivo (Lanceros 1990), y ha dado vía libre a
numerosas propuestas que no pasan por la criba de la racionalidad: se aceptan
sin más. Del nihilismo del sentido se pasa al dogmatismo del sentido (Patocka
1975).
La tradición muestra el carácter
indiscutible de los postulados que formula, no admite réplica. Sus veredictos
son concluyentes y cerrados; sus mensajes, apodícticos. Las cosas que son o se
hacen por tradición no precisan otra justificación que la tradición misma. La
respuesta a la tradición es su negación total, situarla en el nivel de los absurdos góticos, como hizo Sieyès, o la
réplica aplastante de la revolución.
Hoy ocurre algo similar con la
publicidad, que asume los mecanismos apodícticos de la tradición y funciona
creando prejuicios en las masas desculturizadas de los consumidores. La
publicidad sustituye a la filosofía como creadora de conceptos (Deleuze 1993)
del mismo modo que la tradición sustituye a la razón. Se trata de desandar el
camino de la razón ilustrada: regresar al estadio infantil. De esta manera, la
tradición opera como un afecto dinamizador del sujeto en el impasse de la crisis de la razón. La
tradición aporta sentido allá donde la crisis de la razón había aportado
nihilismo, pero carece de la capacidad cuestionadora que poseía la razón
desnuda. La tradición se apoya en la ausencia de duda, en el deseo de creer
después de haber desconfiado de la crítica racional.
La posmodernidad, sin fase constructiva
propia, deja el campo libre a todos los sentidos posibles. Cuando todo ha sido
arrasado, todo puede ser admitido; cuando ya no se cree en Dios, se puede creer
en cualquier cosa. De ahí que la tradición, la religiosidad y el prejuicio
hayan recuperado terreno frente a las actitudes críticas, dubitativas, auspiciadas
por la racionalidad. Se dice que incluso han ganado la confianza del mundo
científico, que numerosos físicos se dejan llevar por veleidades
espiritualistas (Pradas 1998; Puente Ojea 1997 y 2000). He aquí la actualidad
de Burke. Defendió contra corriente lo que hoy se está implantando sin
discusión, sin problematizar, en la cultura occidental, en la cultura de masas.
Ahora prima la recepción acrítica de
tradiciones, creencias y costumbres, que son admitidas en tanto que diferentes.
Lo diferente es el criterio, se impone la sacralización de la diferencia en
nombre de la cohesión social. La adhesión colectiva ya no es de clase sino
restringida a un ámbito más cercano, capaz de generar entusiasmo espiritual o
ideológico (sectarismo religioso, deportivo, nacional o étnico) (Touraine 1978;
Lipovetsky 1986). No obstante, el riesgo permanece; en absoluto queda conjurada
la tiranía sólo porque se haya disuelto el poder del Estado. Por esta razón,
hoy es más importante evitar el regreso (al oscurantismo de la sangre, del
pueblo o de la nación) que propiciar el progreso (Savater 1990), cosa que aleja
la posibilidad de realizar una auténtica pluralidad de seres pensantes en
sociedad.
BIBLIOGRAFÍA
TEXTOS
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la Revolución francesa: Madrid, Rialp, 1989. (Se ha tenido en cuenta el
texto original de las Reflections, en
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