CIUDADANÍA DE CALIDAD
Ciudadanos
a la sombra del sudoku
Josep Pradas
(Universitat de Barcelona, miembro del Seminari de Filosofia
Política, SFPUB). Texto publicado en J. M. Bermudo (coord.),
Hacia una ciudadanía de calidad. Barcelona, Horsori, abril
2007, págs. 227-246 (acceso al libro en Editorial Horsori).
1.-
Pasión por el sudoku, desencanto civil
Uno se sorprende al constatar que últimamente se
manifiesta una multitudinaria pasión por un pasatiempo japonés, que
ha llegado hasta nosotros fruto de la no siempre inocente
interrelación cultural. Desde hace cierto tiempo, miles de personas
que usan el transporte colectivo se dedican, durante su viaje hacia
el trabajo o de vuelta a sus hogares, a la tarea de intentar resolver
un sudoku, un endiablado rompecabezas numérico que ha
conseguido desbancar a los tradicionales crucigramas de los
periódicos. La semántica arrinconada por la numerología. Hay
libritos repletos de sudokus. Hay incluso programas
informáticos para generarlos en grandes cantidades y diferentes
tamaños y niveles de dificultad. El mundo del sudoku invade
los andenes del metro y el ferrocarril, las cafeterías, los parques
y hasta las bibliotecas. Es el resultado del entramado mediático de
las modas: todo el mundo es libre de elegir a qué dedica su tiempo
de ocio (o lo que es equivalente, de qué manera encadena su
tiempo libre), pero mucha gente acaba eligiendo lo mismo, el
sudoku.
La relación que tiene esta anécdota con el tema de la
ciudadanía es metafórica: la pasión por el sudoku puede
tomarse como una metáfora de la crisis de la ciudadanía y, a la
vez, de la crisis del pensamiento crítico, siempre y cuando la
pasión por el sudoku se entienda como algo colectivo, pues no
hay duda de que muchos ciudadanos interesados por el sudoku
sienten también un sincero interés por los asuntos cívicos. Del
mismo modo hay que entender la crisis de la ciudadanía como un
proceso colectivo. La ciudadanía malgasta sus energías resolviendo
complejos pasatiempos japoneses, problemas de números que agilizan
la mente, cierto, pero sin una semántica que les dé sentido. Se
trata de un derroche de energía dirigida hacia cuestiones tan
abstractas como irreales, una manera aparentemente inteligente de no
pensar en problemas reales. Tal y como Calicles dijo a Sócrates,
reprochándole que a su edad se dedicara aún a la filosofía,2
es el sudoku un juego útil para niños y jóvenes, pero no
para personas adultas, ciudadanos que deben centrar su atención en
los problemas reales de la vida práctica, de la vida social,
política, laboral y cultural.
Si la ciudadanía se define primariamente por su papel
participativo en la vida pública, social y política de un Estado,
se entiende la metáfora en tanto que asistimos a un ingente
desinterés por la participación, debido sobre todo a que la
ciudadanía tiende a concentrarse en sus asuntos privados. El
ejecutivo medio, el obrero manual, la profesional liberal, todos
ellos, abocados a la resolución del pasatiempo japonés, inmersos en
disimulados cálculos mentales, representan al hombre político
contemporáneo, tan lejos del hombre político del siglo XIX, y tan
ajeno a aquel ideal participativo que representara la democracia
ateniense. Hoy priman los beneficios de la tecnología, que aumentan
nuestra calidad de vida, nuestro bienestar y permiten incrementar
nuestros niveles de libertad cotidiana, es decir, nuestras
posibilidades de elegir. Asistimos a un aumento de la demanda y la
consolidación de lo que podríamos llamar derechos electivos,
es decir, el derecho a fumar, a solicitar una pensión, a casarse, a
no casarse pero tener los mismos derechos que los casados, a ser
feliz, a ser diferente, a recibir una educación pública acorde con
las creencias particulares,3
a divertirse, a vivir sólo en una lengua.4
Pero
todas estas ventajas que proporciona la vida en un régimen de
libertades personales pueden poner a prueba el futuro de las
libertades civiles, sobre todo en lo que respecta al ejercicio de los
derechos políticos. A lo largo de este trabajo se expondrá esta
idea: el éxito de la sociedad abierta, que de alguna manera ha sido
históricamente esencial para el desarrollo de la ciudadanía activa
en las distintas etapas de la historia de Occidente, ha acabado por
traicionar ese objetivo político. Al cabo se ha comprobado que, si
bien el espíritu de la ciudadanía activa no puede desarrollarse sin
la base de un mínimo de libertades personales y cotidianas, las
libertades personales y cotidianas pueden subsistir sin necesidad de
ese espíritu de ciudadanía activa, siempre que el sistema económico
garantice la satisfacción sostenible de los derechos electivos. En
suma, que la actual crisis de la idea de ciudadanía, palpable en la
cultura occidental contemporánea, salvo contados ejemplos aislados
de rebrote del espíritu ciudadano, responde a un estado de expansión
de las libertades personales y los derechos electivos, pero sin la
contrapartida del impulso equivalente por la participación activa en
la construcción de un orden de libertades públicas o civiles que
regule las relaciones entre personas libres en una sociedad abierta.
Es
cierto que el espíritu de ciudadanía puede surgir en momentos de
crisis, de ausencia súbita de libertades cotidianas y de bienestar
material, e incluso despertar la consciencia de la ciudadanía de un
largo letargo, tras una convulsión política o social, pero en tales
casos la ciudadanía se resiente de una cierta fragilidad y el
resultado a largo plazo puede ser desconsolador, ya que ese espíritu
de ciudadanía no ha sido cultivado en los momentos dulces de
expansión de las libertades cotidianas, y se desvanece en el momento
en que éstas y el bienestar se recuperan. La tendencia general de
los pueblos suele ser conformarse a las libertades cotidianas, al
bienestar y a la seguridad, como puede apreciarse en el ejemplo del
movimiento obrero a finales del siglo XIX. Esta tendencia constante
de los ciudadanos de a pie, que les ha llevado a conformase con unos
niveles aceptables de libertades personales y bienestar, sin desear
después llevarlos más allá, explica el desencanto de los
revolucionarios por la clase obrera, fácil de contentar con un poco
de bienestar. Por lo demás, cabe pensar que este subir y bajar del
espíritu de la ciudadanía ha ido repitiéndose a lo largo de la
historia, de modo que el actual estado de cosas no es nuevo. Sin
embargo, a lo largo de este trabajo, y siguiendo la reflexión de
Isaiah Berlin sobre las ideas políticas en el siglo XX, se mostrará
el carácter excepcional de la actual crisis del espíritu de
ciudadanía.5
El ámbito de las libertades cotidianas y derechos
electivos es lo que Berlin denomina libertad negativa,
entendiendo que "ser libre consiste simplemente en que otras
personas no le impidan a uno hacer lo que quiera",6
y que la ausencia de obstáculos no es un medio para conseguir la
libertad del hombre, sino que es la libertad misma.7
Se trata de un ámbito hipotético en el cual es posible satisfacer
los deseos y necesidades sin obstáculos sociales, y donde ningún
hombre está obligado a rendir cuentas a nadie, cosa que remite a la
condición del estado natural.8
El ejercicio intensivo y expansivo de las libertades
cotidianas y los derechos electivos puede poner en peligro la
continuidad del estatuto de las libertades civiles, que sirven para
garantizar un orden de convivencia y un nivel digno de libertad
privada para todos, y que han sido construidas tras siglos de
esfuerzo colectivo. Es la pugna entre la libertad negativa y la
positiva, entendida esta, según Berlin, como la que regula las
relaciones entre los hombres mediante leyes, es decir, mediante
limitaciones sobre las libertades individuales.9
Las libertades públicas, es decir, las construidas mediante la
participación activa de los ciudadanos para decidir qué límites se
imponen a sí mismos, sirven para preservar un razonable margen de
libertades privadas, pero si éstas crecen sin que aquéllas sean
reforzadas, las fronteras entre las libertades de los particulares
pueden llegar a rozarse, y con el roce llega la fricción y aparece
el conflicto de intereses que, en ausencia de un árbitro formal, se
resolverá mediante la fuerza. Esto es válido tanto para el episodio
de Heracles y los bueyes de Gerión10
como para el caso de los intereses de una corporación frente a los
intereses de sus empleados, así como para el caso de los intereses
de un país rico frente a los intereses de un país pobre. Hay que
limitar la libertad de los matones, de los policías, de los
innumerables Heracles que pululan por el mundo humano, para proteger
la libertad del resto.11
Aquello que permite hoy hablar de crisis de ciudadanía
es que, ante situaciones de conflicto de intereses en el seno de la
sociedad post-industrial, la ciudadanía las vive con indiferencia y
se refugia en la seguridad de la vida privada protegida. “El
ciudadano, atado de pies y manos porque aspira a la paz y vive
obsesionado por el temor de perderla, paga a la vez el precio de la
inseguridad y la cuota de un servicio de protección”.12
En ese momento, el espíritu de ciudadanía comienza a diluirse en
una amalgama de relaciones privadas, tanto horizontales (solidaridad
de microgrupo y redes situacionales)13
como verticales (relaciones de vasallaje laboral: las empresas dan
cobertura a la vida privada de sus empleados, en grado tan extremo
como ocurre en las grandes corporaciones japonesas o en Microsoft,
por ejemplo). Entiéndase que toda crisis de ciudadanía va
acompañada de su alternativo auge de feudalismo, que también ha
sido detectado, tanto en la forma de crisis urbana como de crisis
cultural, ideológica y social.14
Hoy, la consciencia ciudadana tiende a definirse bajo el
parámetro no de la participación sino de los derechos, y en ese
sentido no parece que la crisis sea real. Pero esto ya es un síntoma
de la pérdida de valor de la ciudadanía y las libertades civiles en
el seno de la colectividad y en la ideología de las personas. El
ciudadano pretende ser sujeto pasivo de derechos electivos (y acaso
también sujeto activo de deberes, que son la contrapartida de los
derechos, pero con mucha menor insistencia) y resta importancia a la
cuestión de la participación, considerándola como un derecho más.
Pero definir la ciudadanía como un derecho es incompleto hasta que
no se define en qué consiste ese derecho, y entonces se puede
apreciar que se trata de un derecho especial, de carácter
contingente, que proporciona a quien lo posee una cierta condición
jurídica que es indispensable para poder participar de la vida
pública de un Estado. Y por lo tanto, la ciudadanía es la condición
de posibilidad de una serie de derechos políticos que se superponen
a otros, públicos o privados. Allá donde se reconoce el derecho a
la inviolabilidad de la persona, éste se aplica a cualquiera que lo
reclame, sea ciudadano o no. Pero quien es ciudadano de un Estado,
goza de todos los derechos civiles reconocidos, más de aquellos
derechos que permiten su participación, en un grado u otro, en la
organización de esa comunidad política (no se trata tan sólo del
derecho de voto, sino también del derecho a organizarse
políticamente, del derecho a poder ser elegido, etc.).
Esto supone que la condición de la ciudadanía es
variable. “El que es ciudadano en una democracia, muchas veces no
lo es en una oligarquía”.15
Todo depende de las condiciones que una comunidad política disponga
para aceptar que las personas participen en su organización y cómo
hayan de hacerlo. Lo constante es la base de la participación. Ésta
es la definición más simple y la que mejor se ajusta a las más
variadas circunstancias de los desarrollos políticos concretos. La
crisis de la ciudadanía, pues, no se define como una renuncia a los
derechos electivos adquiridos por los ciudadanos, sino como la
renuncia a la participación en la construcción de la vida pública,
que coincide con una intensiva reclamación de aquellos derechos
electivos. La ciudadanía renuncia a la participación, prefiere y se
conforma con unos derechos de orden secundario (algunos incluso
discutibles), y en esa renuncia comienza a dejar de ser ciudadanía.
Se puede explicar parcialmente el proceso de esta crisis
en virtud de la escasa estatura participativa del sistema
democrático, que se limita a dejar votar a los ciudadanos, cada vez
más desencantados de sus representantes. Hay asimismo un desengaño
masivo en el Occidente postindustrial ante la clase política, debido
a la también baja estatura de la actividad de los que sí pueden
ejercer plenamente su derecho a participar en la organización de su
comunidad. Hay cada vez una mayor distancia entre los ciudadanos y
sus representantes, que componen dos formas cada vez más
diferenciadas de participación política.
Seguramente otros factores (sociales, ideológicos,
religiosos incluso) han contribuido a esta crisis, pero el resultado
es que la ciudadanía prefiere recibir derechos electivos en lugar de
contribuir a construir y perfeccionar un orden social y de relaciones
públicas. Se prefieren las libertades privadas a las públicas, y al
dejar de haber una implicación ciudadana en la construcción del
espacio público, se corre el riesgo de que el Estado haga un uso
excesivo de su libertad para componer el orden social según las
necesidades exclusivas del poder. A cambio del bienestar y de las
libertades privadas, el sujeto puede renunciar fácilmente a las
conquistas políticas de la modernidad, es decir, a todo el proceso
histórico que había llevado a extender la participación política
desde las minorías aristocráticas hasta las masas. En suma, la
ciudadanía está en crisis porque parece preferir que le echen el
alimento dentro de una jaula de cristal.
Si esta tendencia se acentúa, el sujeto contemporáneo
se enfrentará nuevamente a situaciones que la memoria histórica se
ha encargado de describir. Podemos remitirnos incluso a dos mil años
atrás. Cicerón, muerto ya César,
observa al pueblo y
ve que hace tiempo que ya no es el viejo populus
romanus, aquel pueblo
heroico con el que soñara, sino una plebe degenerada que sólo
piensa en el beneficio y en la diversión, en comer y en el juego,
panem et ciercenses,
que un día recibe con júbilo a Bruto y a Casio, a los asesinos, y
al siguiente a Antonio, quien clama venganza contra ellos, y al
tercero a Dolabela, que manda derribar todos los retratos de César.
En esa ciudad degenerada, reconoce, nadie sirve ya con honradez a la
idea de la libertad. Todos quieren únicamente el poder o su
bienestar. César ha sido eliminado en vano, pues todos ellos sólo
aspiran y pelean por su herencia, por su dinero, por sus legiones,
por su poder. Tan sólo buscan el provecho y la ganancia para sí
mismos, y no para la única causa sagrada, la causa de Roma.16
Cicerón ya se encontró con el problema de cómo
conseguir que una sociedad acomodada se comprometa políticamente y
pugne por la libertad más allá de la libertad de supermercado,
sobre todo cuando las libertades políticas y civiles están
amenazadas. En condiciones de bienestar, el deterioro de las
libertades políticas y civiles no siempre se vive como una amenaza.
El reencuentro con la arbitrariedad del poder descontrolado incita a
buscar la protección de la vida privada y personal, también la
seguridad en los niveles más básicos, y revive el temor al
reencuentro con experiencias fronterizas, no del todo olvidadas, y a
la postre, el reencuentro con el estado natural. Son experiencias
también del hombre del siglo XX que se prolongan hasta nuestro siglo
XXI.
2.- La crisis de la idea de ciudadanía
Uno de los aspectos que es necesario contemplar en la
cuestión de la crisis de la ciudadanía consiste en que, en el plano
ideológico, la participación política ha dejado de ser un ideal,
ya no es un valor capaz de mover los espíritus ni de generar una
dinámica de acción social y política. Al contrario que hace dos
siglos, las ideas políticas ya no se expresan ni se transmiten en
vistas a una intervención sobre la realidad social para
transformarla según unos ideales que implican, al menos en la
teoría, un progreso respecto al estado anterior a la intervención.
El siglo XX se ha caracterizado por la tendencia, prolongada en los
inicios del siglo XXI, a desplazar a la ciudadanía de toda
posibilidad de intervención directa sobre el orden social, función
que ha quedado en manos del poder estatal o, más tardíamente, de
las corporaciones privadas.
Para intentar comprender qué ha ocurrido entre finales
del siglo XIX y los albores del XXI, vamos a tener en cuenta el
análisis que hace Isaiah Berlin en su famoso libro Cuatro ensayos
sobre la libertad, sobre todo en el capítulo titulado “Las
ideas políticas en el siglo XX”, donde Berlin sugiere que desde
cualquier punto de vista, es más que evidente la ruptura y la
discontinuidad entre las concepciones políticas del siglo XIX y del
siglo XX, a pesar de su continuidad temporal. El siglo XX posee unas
especificidades que lo diferencian del XIX y lo hacen único en la
historia de las ideas políticas.
Todos los movimientos políticos del siglo XIX tenían
rasgos comunes, a pesar de que sus idearios se formularan de forma
divergente y hasta enfrentada. Berlin ejemplifica esa oposición en
dos grandes corrientes: individualismo (liberalismo, utilitarismo y
anarquismo) y colectivismo o comunitarismo (socialismo,
tradicionalismo). Lo común en ellas es haberse presentado como
fórmulas teórico-prácticas para solucionar los conflictos del
hombre en sociedad, cada cual según su vía, pero siempre conforme a
ciertas reglas de construcción teórica, y en vistas a generar
optimismo y confianza en los mecanismos de la racionalidad para
hallar soluciones y mejoras en las formas de vida.
Tanto los conservadores tradicionalistas como los
liberales progresistas durante el siglo XIX estaban finalmente de
acuerdo en la necesidad y conveniencia de intervenir racionalmente en
los desarrollos sociales, para evitar injusticias, y cada cual
salvaguardando aquello que tenía por sagrado e intocable de su
ideario. Con todo, las diferencias entre posiciones opuestas acabaron
suavizándose, hasta el punto que liberales, conservadores y
demócratas llegaron a coincidir en aspectos importantes de sus
programas. Había una confianza generalizada en el análisis racional
y sus aplicaciones prácticas, al margen de las divergencias en
cuanto a los medios de aplicación de tal análisis. En conjunto, sus
presupuestos comunes _que forman parte del significado de la palabra
ilustración_ eran, desde luego, profundamente racionalistas. Los
problemas, en cuya constatación coincidían, debían resolverse por
el recurso racional, el apoyo de los conocimientos científicos, de
las circunstancias culturales, de la historia, y mediante el recurso
al logos, para hacer conscientes a los hombres de la
existencia de esos problemas y de la necesidad de resolverlos. Había
una insistencia común en la necesidad de generar una conciencia
pública, en mantener a flote, a la vista, la imagen conflictiva y
problemática de la vida social.
Llegado el siglo XX, sigue Berlin, estos planteamientos
quedan atrás, superados por la alternativa del pesimismo y el
fatalismo, así como la desconfianza en la racionalidad. No son ideas
nuevas, del siglo XX, sino que deambulan por el pensamiento político
occidental desde mucho atrás. Pero entrado el siglo XX, estas
propuestas recuperan terreno y superan en atractivo a las
racionalistas, y fructifican en movimientos ideológicos capaces de
encontrar seguidores y movilizar a las masas. Fascismo y comunismo,
formulados desde postulados del siglo XIX, recogen el nuevo espíritu
y lo llevan a la práctica: se hacen eco de la "noción de
influencias inconscientes e irracionales que son más importantes que
las fuerzas de la razón", y de que "no existen respuestas
a los problemas en soluciones racionales, sino en la eliminación de
los problemas mismos por medios distintos del pensamiento y el
argumento".17
Es decir, mediante la negación del pensamiento crítico
y la eliminación de toda consciencia pública de que la vida social
es, por sí, problemática. Hay que considerar que ninguno de estos
movimientos ha renunciado a la racionalidad, sino que más bien han
impugnado su carácter humanista, propio del siglo XIX. Por el
contrario, ha ensalzado la racionalidad instrumental, el mundo de la
técnica, en combinación con el desarrollo del mundo de los
sentimientos e impulsos vitales, Por ejemplo, la solución de la
cuestión judía tuvo un planteamiento racional, exacerbadamente
racional y hasta perverso en su racionalidad, pero con una
orientación claramente antihumanista, es decir, claramente
instrumentalista (medios), contrario a la razón práctica (fines).
Otro punto de distinción: en el siglo XX, el
planteamiento de las reivindicaciones políticas deja de ser
universalista, en parte porque casi todos los grupos sociales acceden
a la representación política e incluso al poder, y entonces los
ideales pierden lustre y se desfiguran. En definitiva, según Berlin,
el cambio en las ideas políticas del siglo XIX al XX se produce más
en el terreno de los métodos que en los principios ideológicos:
comunismo y autoritarismo vienen del siglo XIX, pero adoptan nuevas
formas de gestionar la praxis, radicalizan sus planteamientos
prácticos para alcanzar objetivos; de la idea de transformación
gradual del liberalismo y el fabianismo se pasa a la militancia y la
lucha, a la búsqueda de oportunidades para el conflicto
revolucionario. "En cierto sentido, el comunismo es
humanitarismo doctrinario llevado a su extremo en la búsqueda de
métodos ofensivos y defensivos".18
Los elementos centrales de ideologías tan dispares como el marxismo
y el liberalismo son similares (racionalismo, optimismo,
perfectibilidad de la organización social, etc.), y encajan dentro
del conjunto de los valores burgueses; sus principales diferencias
radican en los elementos periféricos de sus doctrinas, en los
contenidos y los métodos, y sobre todo son los métodos los que se
radicalizan en el inicio del siglo XX, en todas las corrientes
ideológicas fuertes: se plantea el uso de la violencia como medio
legítimo para conseguir esos fines que los métodos gradualistas,
más respetuosos con el humanismo racional, no hacen más que alejar
en el horizonte de las realizaciones históricas. Berlin se refiere
tanto a la violencia física, cuando habla de la pugna entre
violencia revolucionaria y valores democráticos, como a la violencia
contra el pensamiento crítico, cuando se refiere a los métodos
propagandísticos del totalitarismo. Y concluye:
Que esta forma
inadecuada de tratar a los individuos preocupados o perplejos, que
subyace a gran parte del pensamiento de derechas, tradicionalista y
antirracionalista, influyera en la izquierda era algo nuevo. Quizá
sea este cambio de actitud sobre la función y el valor del intelecto
el indicativo más claro de la gran distancia que separa al siglo XIX
del XX.19
Más
aún, se trata de una distancia que separa al siglo XX no sólo del
siglo XIX, sino de toda la historia del pensamiento, pues siempre se
había dado cierta importancia al esfuerzo intelectual y al
tratamiento racional (también emocional y espiritual, pero al cabo
tratamiento intelectual) y teorético de las controversias prácticas
y de los conflictos entre los hombres. Incluso el escepticismo daba
importancia a los conflictos y los problemas aunque desconfiara de
las respuestas posibles. Los pensadores escépticos, al cabo,
reconocían la realidad y la importancia de tales conflictos, sólo
que negaban la capacidad de los colectivos humanos para encontrar
soluciones a sus propios problemas.
En el siglo XX, los conflictos y las cuestiones teóricas
que los conflictos suscitan se resuelven eliminando la conciencia de
tales conflictos en las mentes pensantes de sus protagonistas. Y eso
se consigue descalificando el esfuerzo intelectual, persiguiendo al
pensamiento para orientar toda acción individual hacia un sentido
instrumental de carácter colectivo: se impone la conformidad
política e ideológica, y desaparecen los conflictos al eliminar la
posibilidad de que alguien los plantee y siembre la discordia.
Evidentemente, todo ello se consigue mediante el uso previo de la
coerción y la instrumentalización total de los poderes públicos
más el condicionamiento psicológico deliberado.
Las praxis comunista y fascista son las principales
impulsoras de esto último, según Berlin, y, aunque tengan ambas sus
raíces más profundas en el espíritu del siglo XIX, son totalmente
ajenas a las convicciones de esa época, pues pretenden
algo que cualquier
pensador del siglo XIX hubiera visto con verdadero horror: la
educación de individuos incapaces de preocuparse por cuestiones que,
al suscitarse y discutirse, pondrían en peligro la estabilidad del
sistema; la construcción y elaboración de una resistente estructura
de instituciones, mitos, hábitos de vida y pensamiento, destinados a
preservarlo de choques repentinos o lento decaimiento.20
3.- Del gulag al supermercado
Esto se identifica, según Berlin, con el totalitarismo
comunista, con el nazismo, el fascismo, y las premoniciones de Orwell
y Huxley; también con el integrismo religioso, por ejemplo, e
incluso con los desarrollos teóricos más elaborados de la
democracia capitalista (Weber, Schumpeter). En su versión
contemporánea, también alcanza al consumismo tardo-capitalista como
vehículo de neutralización del pensamiento crítico; la libertad de
supermercado y el pacifismo acordes con el alto nivel de bienestar
conseguido, tienen un efecto tan similar al que procura el
estoicismo, una especie de alegre resignación, jovial consuelo en el
supermercado. La solución de los conflictos es puramente técnica,
porque el conflicto es sólo un desorden mecánico, o un desorden
neurológico, pero no un problema conceptual que pueda argumentarse
racionalmente, ni un conflicto ontológico, que alcance a las raíces
mismas de la existencia humana y social. Desde esta perspectiva, todo
conflicto es, por definición, instrumental, no llega a ser tan
esencial como para que su no resolución suponga un grave
cuestionamiento de la esencia del sistema, sino apenas un desajuste
en la dinámica del sistema, desajuste que puede solucionarse con las
medidas adecuadas para asegurar que la máquina funcione sin
fricciones. Esto es válido para el totalitarismo, como Berlin
afirma, pero también puede interpretarse en un sentido que Berlin
aún no puede llegar a plantear en profundidad, sino sólo esbozar:
el proceso que él describe y adscribe a los totalitarismos puede
asociarse perfectamente a un desarrollo perverso del capitalismo
democrático:
las palabras y las
ideas en este tipo de sociedad reflejarán la concepción de los
ciudadanos regulada de forma que implique la menor fricción posible
entre los individuos y dentro de ellos, dejándoles libres para hacer
un uso óptimo de los recursos de que dispongan.21
Es
decir, se produce un salto desde el totalitarismo al capitalismo,
desde el control absoluto de las libertades cotidianas hasta el
aprovechamiento mercantilista absoluto de las mismas, del gulag
al supermercado, de Orwell a Huxley, pero a costa de la libertad de
pensamiento. Berlin apunta que el desarrollo de estas tendencias
tiene mucho que ver con la búsqueda de seguridad ante los constantes
conflictos entre el desarrollo técnico y el desarrollo social. La
crisis de la racionalidad desemboca en una creciente desconfianza en
los ideales y en la política racional, así como "un deseo
desesperado de vivir en un universo que, aunque era aburrido y
monótono, en cualquier caso era seguro contra la repetición de
dichas catástrofes"22
derivadas de la fricción entre desarrollo técnico y desarrollo
social. Recuperamos a Hobbes y Maquiavelo, la política instrumental
sin ideales, donde los ideales son instrumentalizados al servicio de
la voluntad de poder. Para Berlin, en nombre de los modelos sociales
óptimos, se ha renunciado a los ideales burgueses de la libertad
como desacuerdo con el orden impuesto y hasta con los modelos
óptimos. El peligro del pensamiento libre y la curiosidad
desinteresada consiste en que pueden llegar a cualquier parte, y son
por ello una amenaza directa al orden social interesado en un
mecanicismo fluido y sin conflictos.
La actitud que se ha consolidado en el pensamiento
político del siglo XX consiste, según Berlin, en erradicar los
conflictos desde su base mental, es decir, atrofiando las facultades
del pensamiento para llegar a ver los conflictos como dislocaciones
del sistema, y no como agudos conflictos en la esencia de las cosas.
Lo que no es asimilable para este mecanicismo es un planteamiento
esencialista del funcionamiento de las cosas y del papel que el
individuo tiene en esa dinámica, sólo acepta que la problematicidad
del pensamiento se desarrolle en la superficie del sistema, en sus
movimientos más externos y visibles. Así, no se trata de reprimir
la libertad de pensamiento y expresión (salvo en el totalitarismo),
sino de evitar que haya pensamiento crítico al margen de las
consignas aceptadas como correctas, pues el sistema establece una
cultura de lo que se puede o no se puede decir, estudiar, analizar,
criticar, etc.
Una lectura contemporánea de esta interpretación
berliniana supone que nadie o casi nadie cuestiona lo fundamental de
los procesos habituales del capitalismo global; nadie, salvo los ya
caducos defensores del marxismo ortodoxo, ve violencia en las
relaciones económicas, y si la ve no la atribuye a las relaciones
económicas, sino a una injusta gestión del mercado, pero sin
cuestionar el libre mercado (dando por bueno que sería factible
regular moralmente el mercado, o que el mercado generase
autocontroles para limitar su radio de acción).23
Todo ello, junto a la satisfacción constante de la libertad de
consumir, asegura al sistema una fluidez que no ha conocido desde
antes de la II Guerra Mundial.
En este punto, la reflexión de Berlin se ajusta a los
parámetros de la época de la Guerra Fría y del incipiente
capitalismo post-industrial. Pero no puede advertir aún que el
control social del pensamiento es totalmente posible sin censura ni
represión, que el sistema puede ser muy abierto y a la vez muy
ordenado, dejando al individuo margen suficiente para la
experimentación, la duda, la frustración, y la inseguridad, siempre
que la necesidad de satisfacción se complete en la esfera del
mercado, siempre que el pensar por sí mismo consista simplemente en
saber decidirse por una marca, un color para el coche, una corbata,
unas medias, etc. Siempre que la libertad personal, la libertad
negativa de Berlin, tan sólo limitada por obstáculos naturales (es
decir, económicos), se ejerza siempre y exclusivamente en las áreas
comerciales del espacio social. Ya no hay actividades peligrosas para
el orden si el mercado es capaz de neutralizarlas, mercantilizándolas
e integrando la subversión en las estanterías de las grandes
superficies comerciales, por mucho que Vaneigem confíe kantianamente
en la libertad de expresión como medio de superación de los
obstáculos que el capitalismo impone al progreso humano.24
Sin embargo, la diagnosis de Berlin es acertada en lo
que sigue, a pesar de referirse a la época de la Guerra Fría:
se puede llegar a
una situación en la que el comportamiento humano pueda manipularse
con relativa facilidad por especialistas técnicamente cualificados:
expertos que solucionan conflictos y promotores de la paz de cuerpo y
alma, ingenieros y otros científicos al servicio del grupo
dirigente, psicólogos, sociólogos, planificadores sociales,
económicos, etc. Claramente este no es un clima intelectual que
favorezca la originalidad de juicio, la independencia moral o la
capacidad extraordinaria de una comprensión profunda. La tendencia
de un orden así es reducir todas las cuestiones a problemas técnicos
de mayor en menor complejidad, en particular al problema de cómo
sobrevivir, eliminar los desajustes, lograr una situación en la que
las capacidades psicológicas o económicas del individuo estén
encaminadas a producir el máximo de satisfacción social, sin
perturbaciones.25
El control social ha derivado desde la amenazadora
distopía de Orwell hasta el mundo feliz de Huxley, donde ha
encontrado su más sofisticada realización, a través de los
mecanismos propios de la sociedad abierta, teóricamente preparada
para resistir todo tipo de control social planificado por instancias
ajenas a los intereses legítimos de la ciudadanía. Aunque ambos
modelos comparten algunos elementos, como su horizonte urbano, hay
entre ellos una importante diferencia que interesa al respecto de la
crisis de la ciudadanía. En Orwell, el poder político somete
férreamente a las personas, y eso ocurre porque el control social ha
de ejercerse coactivamente debido a que hay una relativa resistencia
a la dominación en algunos sectores de la población, donde el
germen de la ciudadanía activa se mantiene. En Huxley ocurre todo lo
contrario: el control social se realiza sin coacción manifiesta
porque la ciudadanía se ha disuelto en ese mundo de confort
dosificado según la casta, y las insatisfacciones y los sentimientos
de extrañeza le llegan al sujeto no por sentirse dominado sino por
sentirse enajenado de ese mundo colectivo que representa la plenitud.
Visto desde la perspectiva política actual, instrumental, puede
entenderse que ha sido un beneficio que el modelo de Orwell quedase
relegado, bajo los escombros del Muro de Berlín. Desde el punto de
vista del tema que nos ocupa, la crisis de la ciudadanía, la
realización del modelo de Huxley es como un sedante contra las
inquietudes de la libertad política, el principio del fin de la
ciudadanía activa.
Berlin piensa que el modelo soviético es el paradigma o
la máxima expresión de los que él ha descrito como una tendencia
generalizada del siglo XX y de todas las sociedades estables,
incluidas las democráticas. Esto es así porque Berlin no ha tenido
la oportunidad de conocer el desarrollo prolongado del
tardocapitalismo, del que sólo conocía sus primeras y tímidas
realizaciones en el momento de redactar su escrito. Pero no por ello
Berlin yerra en sus previsiones, pues su diagnóstico sigue hoy
siendo correcto y capaz de anticiparse a las proyecciones políticas
del sistema económico. Por ello repara en las formas más suaves que
estas tendencias de control social desarrolladas por el sovietismo
están tomando cuerpo en Europa Occidental, que desplazan el
conflicto ideológico y reabren la discusión política en términos
técnicos o tecnocráticos. En cambio, afirma, el siglo XIX sobrevive
parcialmente en Estados Unidos, Gran Bretaña y Escandinavia, cosa
francamente discutible hoy, sobre todo tras la emergencia de análisis
como los de Francis Fukuyama.26
La descripción que hace Berlin del espíritu político
continental en la Guerra Fría es, paradójicamente, perfectamente
aplicable al escenario norteamericano actual, en el contexto de la
amenaza terrorista de origen islámico. El siguiente texto lo muestra
perfectamente:
Un número cada vez
mayor de seres humanos está dispuesto a adquirir esa sensación de
seguridad, incluso al precio de permitir que amplios ámbitos de su
vida sean controlados por personas que, conscientemente o no, actúan
sistemáticamente para reducir el horizonte de la actividad humana a
proporciones manejables, para educar a los seres humanos a fin de que
sean piezas más fácilmente combinables _intercambiables, casi
prefabricadas_ de una estructura total.27
Berlin no admite que las tendencias tecnicistas del
siglo XX se deban simplemente al desencanto por los ideales
ilustrados. Para él, se trata más de una profunda crisis de
pensamiento crítico que de una crisis de valores: "hay
demasiado poco descreimiento", y las personas se aferran a los
nuevos valores con una fe irrazonable, "con la esperanza de que
aquí, al menos, hay un puesto seguro, estrecho, oscuro, aislado,
pero seguro".28
Esta actual obsesión por la seguridad y el orden explica la intensa
aspiración de paz de nuestro presente. No hay crisis de valores,
sino de pensamiento crítico, pero los nuevos valores no giran en
torno a la libertad, sino en torno a la seguridad. Se ha reafirmado
la confianza en el sistema, en su promesa de seguridad y orden _en
estos términos se redefine la paz, al margen de la justicia_, y en
general se desconfía de las actitudes críticas capaces de
cuestionar el valor de la seguridad frente a otros valores. Los
nuevos valores están atados a concepciones cientifistas y
tecnicistas, añade Berlin. En esta concepción pueden hallarse
además muchos de los elementos presentes en la sensibilidad
ideológica actual, como es el valor de lo étnico y su capacidad de
impulsar movimientos sociales. Acaso Berlin desdeña el potencial de
lo espiritual-religioso como motor de esos mismos impulsos sociales y
de masas. La atmósfera de posguerra le lleva a asociar todo esto a
los regímenes autoritarios, que resuelven los conflictos mediante la
eliminación de la libertad de actuar y pensar. Hoy habría que
añadir la posibilidad del control social sin necesidad de coacción.
El rechazo popular generalizado hacia el autoritarismo político se
combina con un elevado nivel de confianza, e incluso de respeto hacia
el sistema que garantiza la libertad en el supermercado, un sistema
que proporciona bienestar en tanto que parece asegurar la
satisfacción de las necesidades presentes y futuras.
Pero Berlin, finalmente, aprecia que la cuestión de la
confianza política opera formidablemente en la consolidación social
de las tendencias que él describe y adscribe a su presente: se
rechazan las ideas y el libre pensamiento, la filosofía y el arte
porque pueden generar fines de vida independientes del marcado por el
afán común de seguridad y la necesidad de control político. Tales
factores, sobre todo el afán de seguridad, generan confianza en los
fines de la vida programados antes por el autoritarismo de los
partidos políticos tecno-administradores, ahora por el autoritarismo
autogestionado del mercado, esa especie de totalitarismo mercantil
que denuncia Vaneigem y al que cree posible vencer con un control
popular del sistema a través de la libertad de expresión
ilimitada.29
Esta última forma de autoritarismo disfrazado de mercado es mucho
más preocupante, porque el mercado genera oleadas de fuerzas
invisibles por transparentes, que no obligan porque tientan nuestros
deseos; impersonales porque parecen naturales pero que, como las
naturales, escapan del control de los ciudadanos particulares.
El mercado, sin coacción, hace propuestas que todos
siguen, resuelve dudas y genera confianza casi ciega, fe, obediencia
y optimismo, el suficiente para relajarse y hacer un sudoku,
para no pensar, para no problematizar la realidad. El sistema, hoy,
no necesita reprimir para conseguir el control social, sino que deja
grandes márgenes de acción y pensamiento a las personas, siempre y
cuando los resultados de esa libertad sin obstáculos puedan ser
absorbidos por los mecanismos del mercado (mercantilizados, como la
imagen del Che estampada en las camisetas). Un ejemplo de ello es el
destino que el ecologismo ha tenido en el campo ideológico actual:
de ser primero un mensaje contestatario y subversivo, ha pasado a
convertirse en el discurso inexcusable de todos los partidos
políticos, y en moda social, movimiento de masas en pos del
reciclaje y la sostenibilidad. Nadie se atreve a disentir en público
del ecologismo, y quien lo haga será duramente criticado por las
masas y los nuevos teóricos de la sostenibilidad, aunque aporte
argumentos razonables. De este modo, el éxito del ecologismo ha
tenido como consecuencia su fracaso como discurso crítico y su
encumbramiento como totalidad ideológica. El mercado ha podido
asumir sus valores y sacar partido de su potencial movilizador,
comercializándolo, del mismo modo que ha comercializado todo el
ámbito de las ONG. El ecologismo, a pesar de constituir un atractivo
modelo ideológico crítico, ha sido neutralizado como elemento
problemático y problematizador de la realidad. El sistema ha
mercantilizado el problema ecologista, y ha convertido los conceptos
valorativos del ecologismo en consignas de acción de corto alcance
crítico y gran resonancia publicitaria: el crecimiento sostenible
es la nueva síntesis del capitalismo y su nueva contradicción.
La alusión al ecologismo o al pacifismo es hoy un
recurso ideológico que consigue que los conflictos sean ocultados
por los mensajes de exigencia de paz y sostenibilidad. Tales mensajes
consiguen que la opinión pública se preocupe más por ciertos temas
que por los conflictos profundos que el mercado genera. De este modo,
el potencial problematizador del pensamiento libre se desvía hacia
terrenos menos dañinos para la estabilidad del sistema, porque todo
razonamiento queda reducido aquí a la consigna: "piensa en
global, actúa en local", es decir, “piensa lo que quieras,
pero no te pases de la raya, no se te vaya a ocurrir actuar también
en global”. No habrá coacción mientras te limites a actuar en
local, te preocupes de reciclar, separar los residuos, reducir tu
porción de contaminación, etc. Las acciones locales sólo tienen un
alcance local, y su capacidad de erosión crítica es limitada y
sostenible. El éxito de la libertad de supermercado, aparentemente
ilimitada, consiste en su auténtico y oculto carácter restringido,
mediante el cual el sujeto sólo puede actuar localmente, dentro de
la jaula de cristal que le ha sido dada como una bendición del
sistema. No será necesaria la coacción porque el sujeto apenas
puede traspasar los lindes de lo local, a pesar de vivir en un mundo
globalizado. Ni siquiera el pensamiento crítico puede traspasar
fácilmente esa frontera, a pesar de la globalización informacional
y precisamente por ella misma.
La libertad del supermercado no es la libertad del
pensamiento, pero se le parece, con la ventaja de que se le puede
permitir expandirse indefinidamente, pues el individuo se limita a
elegir entre lo que ya hay, y no cuestiona la incapacidad del mercado
para ofrecer más, porque el mercado es libre como el sujeto, no está
sometido a ninguna autoridad y tiende por definición a no dejarse
acotar. La solución que propone Berlin para salir del atolladero es
más pluralismo y menos fanatismo ideológico. Es una solución
propia de la Guerra Fría: la autoridad puede ser necesaria pero no
es infalible. Ahora se hace evidente que la autoridad política casi
no es necesaria si el mercado se encarga de ordenar una programación
sueva y amable de nuestras vidas, abierta a la pluralidad de los
deseos. La condición es que las libertades cotidianas engarcen
exactamente con lo que el mercado pueda ofrecer, y que ese despliegue
de pluralidad se manifieste en conjunto como una forma de cultura
donde incluso haya algún espacio para lo inútil (arte, filosofía),
si puede venderse.
La solución que propone Vaneigem es también más
pluralismo y libertad de expresión, que suponga un desarrollo
profundo de las libertades cotidianas, es decir, de la cultura
popular, como forma de combatir el peligro del fanatismo ideológico.
Descifrar el mundo con la plantilla de la vida cotidiana puede ser
una alternativa viable a descifrarlo con la plantilla del
mercantilismo.30
Pero esto no se traduce necesariamente en una recuperación del
sentido de la ciudadanía activa. A lo sumo, Vaneigem proclama la
necesidad de ocupar los barrios, oxigenarlos con zonas verdes y
evitar que decaigan para alejar de ellos la delincuencia.31
Son sólo resultados parciales para compensar la crisis urbana y
cultural de las clases populares, pero no propuestas que conduzcan a
una revitalización profunda de la idea de ciudadanía.
Con la actual realización del pluralismo como ideología
del tardocapitalismo, en cuyo seno las libertades de supermercado se
han convertido en la auténtica cultura occidental, ni el fanatismo
ha sido relegado, ni ha crecido el escepticismo culto, como esperaba
Berlin. En todo caso, si la libertad de supermercado es capaz de
neutralizar las fuerzas del fanatismo, no por la vía del
planteamiento problemático y racional de sus disfunciones políticas,
sino por la vía de la satisfacción de las necesidades y los deseos,
parece evidente que el desarrollo de las libertades de supermercado
no va a resolver la actual crisis de la ciudadanía activa y de las
libertades civiles, porque hay una diferencia esencial entre aquellas
libertades y éstas.
4.- El capitalismo y la libertad de supermercado
El capitalismo fundamenta su viabilidad en dos cosas: el
libre intercambio de productos y fuerzas de trabajo (mercado), y la
posibilidad de satisfacer las necesidades básicas y las necesidades
secundarias de las personas en un plazo razonable de tiempo (consumo
y bienestar).32
Cumplidos estos requisitos, el capitalismo puede desarrollarse en
cualquier régimen político, siempre que haya además un orden
social estable, pero con absoluta independencia del régimen de
libertades políticas y civiles. Si el capitalismo ha superado todos
los desordenes que han atravesado su trayectoria histórica y se ha
implantado casi universalmente, es gracias a su natural elasticidad y
capacidad para convivir con el poder político. Tanto da que sea en
China o en Taiwán, en Moscú o en California. El capitalismo se
implanta allá donde haya libertad de movimientos para las personas
(la libertad negativa de Berlin), recursos naturales, fuerza de
trabajo y orden social, y prospera en la medida que estos tres
elementos se mantengan y crezcan. La gente es capaz de invertir
muchas horas de su vida en el esfuerzo productivo si luego puede
satisfacer sus necesidades básicas y aumentar su nivel de bienestar,
hasta el punto de poder proyectar sus aspiraciones de seguridad hacia
un futuro razonablemente cercano. El capitalismo avanza, pues, allá
donde el mundo de la vida puede afianzarse y acoplarse
satisfactoriamente a los inexorables mecanismos productivos.
El capitalismo sólo necesita la persistencia de un
cierto orden social, un estado civil mínimo que regule las
condiciones de relación entre las personas privadas y las
corporaciones que esas personas puedan construir. Pero en el orden
económico, el capitalismo necesita reproducir las condiciones
hipotéticas del estado natural, es decir, para garantizar un
dinamismo rentable entre las fuerzas de trabajo y los flujos de
capital necesita establecer una mayor tensión en las relaciones
económicas que en el orden de las relaciones políticas y sociales,
pues para inclinar la balanza es necesario mantener constante una
cierta desigualdad. El sistema capitalista necesita que la relación
entre capital y trabajo se desarrolle como una relación de fuerzas,
y no como una relación de derechos. Si mediante el derecho se
igualan las fuerzas, la resultante es cero, y el cero no es atractivo
para el capital, aunque sí lo sea para la sociedad civil. Por eso la
igualdad sólo puede ser formal, pues si las fuerzas
económicas son forzadas a igualarse materialmente, entonces
el capitalismo y todo el entusiasmo productivo que genera decaen sin
remedio. El ejemplo más claro de ello está en la evolución de las
economías socialistas desde el final de la II Guerra Mundial hasta
la caída de Muro de Berlín. Allá donde la vida cotidiana también
está reprimida, la economía productiva entra en un proceso
recesivo. Esto se hizo evidente en las economías socialistas, una
vez agotado el entusiasmo revolucionario de las primeras décadas sin
que las libertades cotidianas hubieran avanzado al ritmo necesario
para realimentar el entusiasmo productivo.
Por otro lado, el capitalismo no tiene ni necesita
límites morales ni políticos; sus únicos límites son los
tecnológicos. El capitalismo desarrollará todo aquello que esté al
alcance de la tecnología y pueda introducirse en el mercado, guste o
no a los moralistas, a la bioética o a la ética aplicada a las
empresas. La máquina de vapor (cuyos principios ya conocieron los
griegos, aunque carecieran de la suficiente perspectiva tecnológica
para proyectarlos en el espacio económico) y la clonación humana
son dos potencialidades del capitalismo, y ambas comparten el mismo
destino: realizarse, tarde o temprano. Sólo la acción de una
ciudadanía concienciada puede poner límites a las creaciones del
sistema económico, y por esto el capitalismo es sospechoso de operar
contra la consolidación de la conciencia política de la ciudadanía.
Las sociedades con una conciencia ciudadana mermada o neutralizada no
van a poder resistir los embates y los encantos del mercado, y
recibirán las futuras realizaciones de la clonación humana con la
misma neutralidad estéril con que se recibe la moda del inocente
sudoku. Pero lo cierto es que el capitalismo no les va ayudar
a encontrar el camino de la ciudadanía activa.
Un ejemplo muy actual es el de la empresa Google, que ha
aceptado la censura previa del gobierno chino a cambio de poder
operar como buscador de Internet en el inmenso e inexplotado mercado
chino. En China es fácil comprar todo si se tiene dinero, pero es
casi imposible expresar y transmitir ideas contrarias al orden
vigente. Y los dirigentes políticos chinos saben perfectamente que
será mucho más fácil contener al movimiento democrático si
establecen un régimen de libertad económica y prosperidad. Saben
que el vínculo entre desarrollo del capitalismo y desarrollo
de la ciudadanía es un espejismo histórico. Mucho ha de cambiar
la cultura política china para que el desarrollo de una ciudadanía
activa sea más fuerte que el ímpetu arrollador de la libertad de
mercado y supermercado.
En este proceso, como se ve en el caso chino, el
capitalismo tiene una gran ventaja histórica: puede prosperar sin
las libertades civiles y todo lo que representa la ciudadanía, tan
sólo necesita la estabilidad que las libertades privadas pueden
procurar al orden social, mediante la libertad de movimientos y la
consecuente libertad de mercado. La ventaja ideológica del
capitalismo supone, precisamente, la gran desventaja de la ideología
de las libertades civiles. Los derechos civiles, las libertades
políticas y el desarrollo de la ciudadanía son, a la postre, esas
flores que los pueblos pueden plantar, cultivar y cuidar. Esto se
produce allá donde hay un esfuerzo colectivo y una suficiente
consciencia de tal esfuerzo, con independencia del momento histórico,
del régimen político y del sistema económico vigentes en un lugar.
Sin embargo, el momento histórico, el régimen político y el
sistema económico vigentes condicionarán decisivamente el
desarrollo de una consciencia colectiva en la consecución de un
régimen de libertades civiles. En ese momento inicial de pugna, el
pueblo se transforma en ciudadanía.
Pero las expectativas de desarrollo de las libertades
civiles no siempre germinan en sociedades donde la cultura y las
creencias religiosas se oponen frontalmente a la idea de ciudadanía
democrática, ya que la consciencia de una ciudadanía activa sólo
alcanza a una minoría cultivada y no se extiende a otras capas
sociales, que no se dejan impregnar por su espíritu de afirmación
colectiva. Y eso ocurre porque incluso en formas de vida represoras
de las libertades personales, la opresión tiene fisuras y las
personas encuentran vías de escape a través de las cuales
configurar unas libertades cotidianas alternativas. Las esposas
musulmanas no suelen disponer de la libertad de movimientos de
cualquier mujer danesa, por ejemplo, pero seguramente han construido
una esfera de libertades y de poder en su entorno doméstico que les
compensa de una vida cotidiana poco atractiva a nuestros ojos. De no
ser así, las sociedades islámicas no serían tan estables, porque
vivir sin márgenes de libertad privada conduce a la rebelión o a la
neurosis.
Las libertades cotidianas, por escasas que sean, generan
una especie de paraíso doméstico, y no se puede quitar ese paraíso
sin poner otro de similares características. De ahí el fracaso de
los movimientos cívicos en los países de tradición islámica, y
las dificultades que encuentran los regímenes democráticos para
integrar en su sistema de valores políticos a las comunidades
islámicas o con un fuerte componente religioso de cualquier otra
confesión. Desde el punto de vista de las libertades civiles, el
laicismo es una actitud que favorece a los ciudadanos en conjunto,
porque no privilegia a nadie en virtud de sus creencias particulares,
ni apuesta por una religión oficial. Todos los ciudadanos son
iguales ante la ley, lo cual les obliga a no pretender privilegios a
causa de sus creencias. Pero desde la perspectiva de las libertades
particulares, que sí están tan ligadas a la cultura y las
creencias, esta ventaja que supone poder ser libre como los demás
incluso en condiciones de desventaja numérica se contempla
paradójicamente como una imposición cuando la libertad civil se
lleva a la práctica mediante unas normas rígidas que no dan margen
de movimiento a las personas particulares. Prohibir el chador,
por ejemplo, equivale a vallar una parte de ese paraíso, provocar
una cierta desnudez cultural en personas que todavía necesitan
cubrirse para entenderse, pero que serían capaces de aceptar un
intercambio razonable con las reglas de juego de las libertades
civiles. Por esta razón, antes de recurrir a la presión, los
gestores de las libertades civiles han de ser flexibles y saber
valorar los elementos prácticos, esperar y confiar más en las
virtudes de la liberalidad política, porque el resultado contrario
será un radicalismo opuesto a otro radicalismo, a cuál más fuerte.
5.- Capitalismo y crisis de la ciudadanía
La persistencia de la idea de ciudadanía activa en el
ideario colectivo de una sociedad precisa también de cierto
entusiasmo, que ha de alimentarse periódicamente, y que decae del
mismo modo que el entusiasmo revolucionario. La actual crisis de la
ciudadanía en las democracias occidentales responde precisamente a
una pérdida paulatina del entusiasmo político y participativo. Las
flores plantadas en el siglo pasado han perdido su vigor original, y
su languidez ha dejado al descubierto, bajo la capa de las libertades
civiles, el sedimento de las libertades cotidianas y las necesidades
materiales de bienestar y seguridad.
El papel que el capitalismo juega en estas
circunstancias demuestra el alto grado de elasticidad que éste
posee. El capitalismo, como sistema económico, no es contrario al
desarrollo de la ciudadanía, pero no la necesita para funcionar
fluidamente. De hecho, el mercado funciona mucho mejor exclusivamente
en el ámbito de las libertades cotidianas. El vínculo entre el
desarrollo del capitalismo y el desarrollo de la ciudadanía
aparece repetidas veces a lo largo de la historia, pero no es un
vínculo de necesidad, sino que puede romperse si las circunstancias,
como son las actuales, lo exigen. Ese vínculo es, como se ha dicho,
un espejismo histórico. El capitalismo necesita un orden político
mínimo que asegure el desarrollo productivo y garantice la propiedad
privada y los beneficios económicos, siempre que ese orden no
perturbe el mantenimiento de las libertades particulares. Al
capitalismo sólo le interesan las libertades cotidianas y privadas
porque consigue reducirlas a libertades de supermercado. Una
ciudadanía activa y un régimen de libertades civiles no son
incompatibles con él, pero a la postre pueden convertirse en trabas
para la necesaria fluidez de capitales y fuerza de trabajo, como
puede apreciarse a lo largo de las pugnas sociales del siglo XIX.
El capitalismo no emergió en el seno de un orden
político de libertades, sino allá donde el individualismo aún no
había traspasado los lindes de las vidas particulares, bajo la forma
ideológica de una moral privada y de unos valores que se enfrentaban
a los valores del feudalismo. El capitalismo fructifica allá donde
es posible superar los niveles de la subsistencia y tener en el
horizonte la posibilidad de enriquecer la vida privada y ganar en
libertad de movimientos para satisfacer las necesidades del bienestar
privado. Si de este nivel no se pasa a un estado de conciencia
colectiva en pos del desarrollo de las libertades civiles, el
capitalismo no sufre alteración alguna. El sistema económico no
necesita evolucionar y pasar de ese primer nivel si no lo hacen antes
los hombres. Cuando Locke aboga por la sociedad civil como escenario
idóneo del desarrollo económico, no está hablando de ciudadanía
activa ni de libertades civiles (de derechos de participación en la
construcción del orden político y social) sino de las libertades
cotidianas y de la organización legal mínima para garantizarlas
colectivamente, sin alterar lo básico de las condiciones del estado
natural, es decir, los derechos naturales, que no son estrictamente
derechos políticos participativos, sino económicos y electivos.
Cuando Locke define el estado natural, se expresa de una manera muy
semejante a como Berlin define la libertad negativa: “un estado de
completa libertad [de los
hombres] para ordenar sus actos y para disponer de sus
propiedades y de sus personas como mejor les plazca [...] sin
necesidad de pedir permiso y sin depender de la voluntad de otra
persona” a la que rendir cuentas.33
En cambio, al considerar los límites que hay en la libertad de los
hombres, Locke no piensa en la libertad positiva, en términos de
construcción legal desde un Estado, sino que se remite a las leyes
naturales, que son previas a toda forma social. En ese ámbito, el
particular no participa, sino que renuncia a su poder para cederlo a
la comunidad, en la que queda excluido el juicio particular de cada
uno de sus miembros.34
El único resquicio de acción civil que Locke admite es el derecho a
la rebelión contra la tiranía de un Estado o un monarca déspotas,
y siempre en nombre de los derechos naturales ultrajados. Es una
concesión a la idea de ciudadanía de un teórico del liberalismo
que vincula la libertad primero a la actividad económica y después
a la política. Pero es lo mínimo que se puede esperar de una
colectividad, que en la adversidad se desarrolle una conciencia
cívica que se encare con valentía a los problemas. En otras
circunstancias es casi lo único que se puede esperar.
Retomando la reflexión sobre la elasticidad del
capitalismo, hay que añadir que éste funciona mejor, de hecho, si
trata con personas ancladas, paradójicamente, a sus libertades
cotidianas, ávidas de satisfacer sus inquietudes y de llenar su ocio
con la satisfacción de sus deseos, sin rendir cuentas a nadie.
Precisamente el modelo de ciudadano que comenzó a diseñar el
liberalismo a través de Locke. Las libertades cotidianas tienen
cierta autonomía, y esa autonomía hace que parezcan naturales:
pueden darse perfectamente sin el complemento de las libertades
civiles y sin que se desarrolle una consciencia colectiva de
ciudadanía, siempre que se mantengan las expectativas de bienestar.
Las libertades civiles y todo lo que representa la idea de
ciudadanía, en cambio, no pueden prescindir de las libertades
cotidianas, porque son un complemento de ellas, de manera que acaban
dependiendo en mayor o menor medida del sistema económico más afín
a las libertades cotidianas, el capitalismo. Si se renuncia a las
libertades políticas y al ejercicio de la ciudadanía, a cambio de
mantener y ampliar las libertades privadas, el resultado será
posiblemente sostenible para la sociedad civil, pues no ha de
conducir necesariamente a la tiranía política (recuérdese que es
posible el control social sin coacción), pero puede representar un
claro retroceso en la cultura política, y un punto de inflexión,
como sugiere Berlin, en la historia de las ideas políticas
occidentales. Esta posibilidad es, desde el punto de vista del
desarrollo de la cultura política, mucho peor que el riesgo de que,
dado el predominio de la libertad privada sobre la pública (lo que
Berlin calificaría de conflicto entre libertad negativa y libertad
positiva), el reencuentro con el estado natural se materialice en sus
más variadas formas, y la pugna entre las libertades privadas se
convierta en conflicto entre las fuerzas de los contendientes (fuerza
física, fuerza militar, fuerza económica).
El mundo de la vida, al cual estamos todos ligados, es
consumo. Satisfacer nuestras necesidades básicas ya es consumo, y
sofisticar nuestra existencia cotidiana significa generar nuevas
necesidades, lo que se traduce en más consumo. Se trata de colocar
en las manos de una persona cualquier cosa que pueda colocarse antes
en una estantería. El capitalismo necesita personas capaces de
resolver un sudoku, personas satisfechas que piensen pero sin
correr el riesgo de que llenen su pensamiento de ideas. Pensar a la
sombra de un sudoku es una garantía para el capitalismo. El
mercado consigue que las personas se enfrenten a problemas vacíos y
les dediquen toda su energía intelectual, en lugar de enfrentarse
ante los desafíos reales que el mercado pone en la vida de las
personas. De ahí que el entusiasmo productivo se alimenta por sí
sólo si no se rompe la cadena del consumo progresivo, que es, como
decía Hobbes, la que mueve los mecanismos de nuestra felicidad,
generando nuevas expectativas en la vida cotidiana de cada cual, pero
expectativas que siempre pueden satisfacerse ya que no salen de los
márgenes de lo que el mercado puede proporcionar. El capitalismo
pone los medios de producción y la gestión del mercado, orientando
ambos factores a generar y satisfacer las expectativas de la vida
cotidiana de las personas comunes. En la medida que lo consiga,
asegurará un cierto nivel de parálisis intelectual. El bienestar y
la libertad de consumir sirven para que la llama del entusiasmo por
las libertades civiles no se encienda o pueda apagarse con rapidez.
¿Qué ocurre cuando el capitalismo ha tenido que
enfrentarse a la emergencia de ideales de libertad política y de
ciudadanía, generados por la insatisfacción de las expectativas
creadas por el desarrollo económico, primero en la burguesía y
después en el movimiento obrero? En ese caso hay que señalar que el
capitalismo ha necesitado del plazo de un siglo para neutralizar éste
último y reinstaurar un escenario de libertades cotidianas basadas
sólo en la libertad del supermercado. El capitalismo es el principal
sospechoso de haber provocado y sacado provecho de la crisis de la
ciudadanía en el siglo XX.
Por lo que respecta al presente, cuando parece que el
peso de las libertades cotidianas, del bienestar y la seguridad es
mayor en el seno de la colectividad que el peso de las libertades
civiles, el resultado puede ser nefasto, pero no para las libertades
privadas. Se trata sencillamente de la posibilidad cada vez mayor de
que la vida social sea gestionada desde instancias privadas,
corporativas, dado que los agentes que participan y se benefician de
las relaciones sociales, así como las personas privadas, renuncian
paulatinamente al ejercicio de su derecho a controlar y construir ese
espacio de vida pública del que tanto dependen las libertades
civiles.
La crisis de la ciudadanía puede convertirse, pues, en
una estable recuperación del mundo de la vida, una recuperación sin
amenazas, posiblemente sin fanatismos, sin coacción política.
Berlin propone una mayor dosis de pluralismo, y con él coincide
Vaneigem, para levantar la conciencia ciudadana y evitar el
fanatismo, pero la salida de la actual crisis de la idea de
ciudadanía activa queda fuera de estos cauces. El pluralismo está
absorbido por el mercado, y neutralizada toda su capacidad generadora
de nuevos entusiasmos colectivos. La particularidad del siglo XXI es
esta: que la difusión de ideas revitalizadoras del sentido de la
ciudadanía activa está absolutamente controlada por el mismo
sistema que permite la difusión global de la información. Hay que
olvidar el modelo ilustrado: de la edición de una nueva enciclopedia
no va a derivarse, tarde o temprano, un movimiento ciudadano que
reclame nuevas formas de participación política. Sólo quedan dos
opciones, pero sin esperanza: o una tiranía, o una crisis económica
capaces de despertar a los hombres de su confortable sueño.
NOTAS
2
Platón, Gorgias 584c y ss.
3
Es el caso de una joven estudiante rusa, que
pretende reivindicar por vía judicial el derecho de escoger por
cuenta propia cuál de las teorías del origen del hombre pueden
aprender los escolares rusos. Citado en
http://proyectodarwin.blogspot.com/2006/03/,
según información de la agencia RIA Novosti.
4
Es lo que defiende Èric Bertran, autor de
Èric i l’Exèrcit del Fènix:
acusat de voler viure en català,
Barcelona,
Proa, 2006.
5
Nos referimos al texto “Las ideas políticas en el siglo XX”
(original editado en Foreing Affairs, 1950), publicado en la
recopilación de ensayos de Isaiah Berlin titulada Cuatro ensayos
sobre la libertad, Madrid, Alianza Editorial, 1996, pp. 66-105.
En adelante, todas las citas de este texto se refieren a esta
edición, salvo indicación en contra.
6
Berlin, op. cit., Introducción, pág. 39.
7
Ibid., pág. 47.
8
Ibid., págs., 62-63.
9
Ibid., págs. 44-46.
10
Platón, Gorgias 484bc; una referencia más completa puede
encontrarse en Apolodoro, Biblioteca II 5, 10.
11
Berlin, op. cit., pág. 51, nota 31.
12
Vaneigem, R., Nada es sagrado, todo se puede decir,
Barcelona, Melusina, 2006, pág. 87.
13
Conceptos desarrollados por G. Lipovetsky en La era del vacío.
Ensayos sobre el individualismo contemporáneo, Barcelona,
Anagrama, 1986.
14
U. Eco y otros, La nueva Edad Media, Madrid, Alianza
Editorial, 1974.
15
Aristóteles, Política III.1, 2, Madrid, Gredos, 1994.
16
Zweig, Stefan, Momentos estelares de la humanidad, Barcelona,
El Acantilado, 2002, pág. 20.
17
Berlin, op. cit.,
pág. 72.
18
Ibid.,
pág. 80.
19
Ibid.,
pág. 86.
20
Ibid.,
pág. 89.
21
Ibid.,
pág. 90.
22
Ibid.,
pág. 91.
23
Exceso de confianza en las posibilidades del comercio justo y
el crecimiento sostenible, pues el capitalismo tiene como
dinámica propia expandirse indefinidamente a costa de todo lo que
encuentre en su camino; exceso en el que caen incluso los
actualmente más críticos con el capitalismo, como Raoul Vaneigem;
vid. op. cit.
24
Ibid., págs. 29 y ss.
25
Berlin, op. cit., pág. 93.
26
Vid., sobre todo, Fukuyama, La confianza. Barcelona,
Ediciones B, 1998. Para una crítica en la línea antes señalada,
vid. Pradas, J., “Una cuestión de confianza”, en
Lateral, Barcelona, diciembre de 1999, págs. 10-11.
27
Berlin, op. cit.,
pág. 95.
28
Ibid.,
págs. 94-95.
29
Vaneigem, op. cit.,
pág. 86.
30
Ibid.,
págs. 93-94.
31
Ibid., págs. 42-43 y 90.
32
Pues la felicidad no consiste sólo en satisfacer las necesidades
inmediatas, sino en tener la seguridad de que estas podrán
satisfacerse en el futuro. Vid. Hobbes, Leviatán,
cap. XI.
33
Locke, Segundo tratado sobre el gobierno, cap. 2, §4,
Barcelona, Ediciones Orbis, 1985.
34
Locke, op. cit., cap. 7, §87.
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