PRÓLOGO A UN LIBRO POR ESCRIBIR

CONFINADO POR EL COVID, ME HA DADO POR REBUSCAR EN MATERIALES ARCHIVADOS.

ESTE TEXTO ES DE PRINCIPIO DE LOS AÑOS 90, IBA A SER EL PRÓLOGO A ALGO SOBRE EL CONCEPTO DE ESTADO NATURAL.


La pregunta sobre el significado, la función, lo real y lo ideal de la política es tan antigua como la actividad política misma, y las respuestas dadas sólo han servido para constatar que no sirven para abarcar suficientemente todos los aspectos de la cuestión. La realidad siempre se adelanta a las ideas, no sólo porque los pensadores suelen ser conservadores sino también porque los políticos son sumamente versátiles y escurridizos, y capaces de ir más allá de cualquier previsión teórica.

Cabe pensar, pues, que si uno quiere conocer la realidad de la política debe hacer como Maquiavelo: observar las acciones de los políticos y acaso luego atender a lo que hayan dicho los filósofos sobre ellos, pero siempre considerando que las acciones son más fidedignas que las ideas.

Esto conduce a la sospecha de que la filosofía política podría ser un tanto estéril, incapaz de dar cuenta de todo lo que implica la acción política, y sin consecuencias efectivas sobre las acciones de los que la ejercen. Y esto por dos razones: la primera, porque los políticos hacen caso omiso de los pensamientos filosóficos, o desconfían de ellos y tienden a eludir sus reflexiones; la segunda, porque la distancia real entre la actividad política y la actividad filosófica es tal que hace muy difícil, si no imposible, el entendimiento entre unos y otros.

Kant constata esta distancia e indiferencia, y lo aprovecha para protegerse como intelectual crítico con los políticos de turno: “el autor de estas líneas hace constar que, puesto que el político práctico acostumbra desdeñar, orgulloso, al teórico, considerándole como un pedante inofensivo, cuyas ideas, desprovistas de toda realidad, no pueden ser peligrosas para el Estado, que debe regirse por principios basados en la experiencia… ” (Kant, La paz perpetua. Madrid, Espasa-Calpe, 1933, pág. 8).

Los intereses entre lo teórico y lo práctico son, pues, sumamente divergentes. Si la política se enfrenta continuamente a problemas prácticos, los problemas derivados del ejercicio del poder, que pueden exigir una solución más o menos técnica pero casi siempre inmediata, la filosofía va por otro camino: es una forma de enfrentarse a los problemas que exige tiempo para la reflexión.

Otro aspecto destacable de las diferencias que hay entre la política práctica y la reflexión sobre ella es el carácter especulativo de ésta. Prueba de ello es que la filosofía política no ha acabado derivando en una ciencia política que la sustituya, sino que ambas llevan caminos diferentes, a menudo intersectándose, a menudo en paralelo. Al contrario que otras ramas del saber, que han desplazado a la filosofía, como la psicología y la física, la ciencia política no lo ha conseguido todavía. Cierto es que si una disciplina especulativa se sirve de instrumentos técnicos auxiliares, como la estadística, puede lograr con ellos una cierta cobertura de cientificidad, pero a cambio de convertirse en un simulacro de ciencia y, a la vez, en un simulacro de filosofía. Puede que eso mismo sea la ciencia política actual.

En realidad, la actividad política y la sociedad humana no pueden analizarse desde una perspectiva exclusivamente científica, pues sobre la conducta humana, individual y colectiva, no pueden hacerse previsiones semejantes a las que hace la física sobre los fenómenos naturales. La época en que la sociología pretendía ser una física social, en manos de Comte, queda lejos, pero no hay que desdeñar la constante tendencia de la mentalidad occidental a convertirlo todo en algo cuantificable.

La tentación de convertir lo político en una especie de saber científico viene de antaño. Platón quiso hacer de la actividad política algo semejante a la práctica médica. Contemplar el espacio social como un organismo vivo que puede enfermar y que hay que mantener sano es una perspectiva que aparece numerosas veces en los diálogos de Platón, antes de que el funcionalismo se consolidara como paradigma en las ciencias sociales. Cuando el cirujano abre un cuerpo, encuentra cada órgano en el lugar que le corresponde, y pronto puede captar alguna alteración, algún cáncer, coger el instrumento adecuado y extirparlo, esperando que el resto del organismo responda favorablemente a esta acción de limpieza. La eficacia de esta operación resulta atractiva a sociólogos y politólogos, que fácilmente olvidan que la sociedad no es un organismo y ellos no son ni serán nunca cirujanos ni siquiera druidas o hechiceros. Se trataba sólo de una atractiva forma de hablar, pero peligrosa, porque esos aspirantes a científicos sociales acaban creyendo que son expertos, que la sociedad puede enfermar y curarse si se aplican los remedios adecuados, sean suaves o invasivos.

No podemos olvidar que la ciencia social nació como resultado de un maleficio: el hechicero Auguste Comte entendió que la sociedad tiene más realidad que el individuo, y que éste no es sino una abstracción, sin entidad ni substancia, algo sobre lo que no hay experiencia social. Cierto, el sujeto aislado no es una representación modélica de su sociedad, y el sociólogo sólo hallará en el individuo un interminable caos de múltiples variaciones. De manera que el sociólogo ha de introducir en su análisis conceptos no empíricos para poder reducir lo individual a una clase de cosas susceptibles de ser fijadas para un posterior análisis. El inconveniente nace del hecho de considerar a esa clase de cosas, y al conjunto de las clases de cosas derivadas de toda investigación empírica, más reales que los individuos que las componen. Tal es el hechizo que Comte lanzó sobre el pensamiento social moderno.

La filosofía política no ha de caer en esta tentación, ha de navegar en su original espacio especulativo aunque sin perder de vista el litoral del mundo empírico, del que ha de dar cuenta sin desvaríos. Más aún cuando se pretende analizar una idea tan problemática como la del estado natural, que tantas discusiones ha suscitado. ¿Es éste un concepto puramente especulativo, o tiene alguna relación con la experiencia de lo natural?

¿De dónde surge esta idea? La idea de que los seres humanos viven en grupo porque así resuelven mejor los obstáculos que la naturaleza pone a su supervivencia es antigua. Los sofistas ya la insinuaron y Platón la utilizó como contrapartida a su ideal (en el fragmento de la república de los cerdos, libro II de la República), aunque fue Aristóteles quien la formuló con más detalle, al hablar de la formación de la ciudad a partir de unidades más simples, como la casa, en un proceso inevitable dado que el ser humano es sociable por naturaleza, y que produce relaciones sociales cada vez más complejas, conforme se van satisfaciendo las necesidades primarias. Por eso dice que “la comunidad perfecta de varias aldeas es la ciudad, que tiene ya, por así decirlo, el más alto grado de suficiencia, que nació a causa de las necesidades de la vida, pero que ahora existe para vivir bien” (Aristóteles, Política I, 2).

Es decir, a partir de un cierto grado de suficiencia los grupos humanos comienzan a trabar relaciones más complejas, hasta llegar a producir formas de hacer y pensar, compartidas por toda la comunidad. Lo que se llama cultura, y se opone por así decirlo, al punto de partida del desarrollo social humano, la naturaleza. De la animalidad a la civilización. Por eso se pone al estado natural como origen de la sociedad humana.

Este largo proceso, puesto que la prehistoria es una etapa mucho más larga que la historia escrita, se puede explicar a partir de dos conceptos que van a ser muy importantes: de la igualdad en la necesidad y la precariedad naturales se pasa a la diferencia en la suficiencia y la complejidad civilizadas. Y en este proceso radica el germen de la actividad política y, como consecuencia, de la reflexión sobre esa actividad.

La política nació con las primeras ciudades. Su nombre deriva del griego poleis, que significa algo aproximado a lo que hoy entendemos por ciudad o incluso Estado. Lo cual nos hace pensar que ambas cosas están relacionadas en su origen. No hay política si no hay un grupo de humanos que organizan su vida en común, en un lugar estable y en un espacio común compartido. La política nace desde el momento en que hay que administrar la complejidad de las relaciones dentro del grupo y con otros grupos, cuando no todos se dedican a lo mismo sino que las actividades se diferencian y es preciso administrar esa diferencia y gestionar la desigualdad.

La sociedad sirve para dar a los seres humanos aquello que individualmente no podrían conseguir. Paradójicamente, aunque la sociedad sirve para mejor asegurar la supervivencia y un cierto nivel de bienestar, no deja de asombrar la enorme cantidad de conflictos que la convivencia organizada es capaz de generar: intereses individuales y sectoriales dispares y en mutua competencia, junto a un interés colectivo no siempre asumible por todos los miembros del conjunto. Actuar frente a estos conflictos es tarea de la política, mientras que la filosofía especulativa debe asumir la función de pensarlos y proponer vías de solución a quienes pudieran aplicarlas. Otra cuestión es, como se había apuntado al principio, que los políticos sigan los consejos de los teóricos.

 

 


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