LAS IDEAS Y LAS COSAS (el problema central del empirismo)
El
principal problema del empirismo fue destapado por Descartes en su proceso de
duda metódica: la proposición p (hay una paloma en mi ventana) solo
responde a lo que mis sentidos me indican, pero mis sentidos podrían engañarme
(de muchas maneras), hasta llegar a creer que hay una paloma en mi ventana,
cuando de hecho no la hay. Y esto no solo se debe a la posible debilidad de mis
sentidos. Descartes llegará a la conclusión de que las proposiciones que se
refieren al mundo, basadas en los datos de los sentidos, carecen de fundamento
para dar certeza, porque la información de los sentidos es mental, y en tanto
que mental, no sirve para verificar que p sea V o F en el mundo,
dado que cualquier intento de verificación no traspasa la barrera de lo mental
(Danto, págs. 71-73).
La
conclusión de Descartes es que, si busca los fundamentos de la certeza, ha de
ir a un ámbito diferente del de los sentidos (el de las ideas innatas), de modo
que sean fundamentos formulados de otra manera: en la idea de Dios no puedo
separar la esencia, su definición, de la existencia, de manera que no puedo
pensar el concepto de Dios sin la existencia, Dios no puede no existir.
Obviamente, esta conclusión no está exenta de problemas (Danto, pág. 73-74).
Desde
un punto de vista empirista, el resultado a que se llega viene a ser semejante,
esto es, que el empirismo no resuelve la cuestión crucial de la relación entre las
ideas y las cosas. La teoría que intenta explicar esta relación es la llamada teoría
de la representación (en términos de Hume, principio de la copia), o teoría
de la correspondencia, en términos axiológicos (propuesta por
Aristóteles y seguida por casi todos los empiristas modernos). Según esta
teoría, una idea es válida (tiene un valor semántico positivo, en tanto que
significa algo con sentido) cuando se parece al objeto que la produce, a la
cosa. El principal exponente moderno de esta teoría es Locke; Hume le da una
formulación más refinada.
El
problema de esta teoría es que hay inevitables dificultades para verificar la
validez de una idea (en la mente), si hay que compararla con su original, es decir,
con la cosa que la origina. Ese problema es importante, porque la teoría
empirista del conocimiento se basa en que todo lo que conocemos deriva de
nuestra experiencia de cosas que captamos mediante los sentidos, en la forma de
ideas. Sin embargo, el empirismo no puede llevar a cabo una verificación
completa de las ideas que hay en nuestra mente, dado que no es posible
compararlas con un original que no sea una idea, pues cualquier experiencia que
tuviéramos de ese original no sería sino una idea también (es decir, inevitablemente
algo mental). Solo podemos comparar ideas con ideas (Danto, pág. 83). Tan solo
dentro del ámbito perceptivo podemos establecer alguna jerarquía, entre ideas
derivadas directamente de los sentidos e ideas fruto de la reflexión mediante
la memoria y la imaginación. Es la diferencia entre impresiones e ideas,
que formula Hume, que no es más que la versión empirista de la diferencia entre
ideas adventicias e ideas facticias de Descartes. Y que, en ambos
casos, es una forma de atajar el camino que llevó a Platón a plantear el
problema de la idea de semejanza mediante el argumento del tercer hombre
o del fabricante de camas (véase en estos enlaces: la idea de semejanza
y el fabricante de camas).
En este
sentido, el empirismo no ha avanzado más de lo que alcanzó Descartes,
desembocando también en el solipsismo: no hay forma de demostrar que las ideas
responden a una causa ajena a las propias formas mentales, aunque creamos
firmemente que provienen de fuera de la mente, de las cosas que habitan un
eventual mundo externo. Y por esta razón tuvo que hallar Descartes una idea
especial, que mostraba desde sí misma su necesario origen ajeno a ella misma
como forma mental: la idea de Dios, que precisamente no puede ser creada desde
la mente, porque la mente es inferior a la perfección manifestada en la idea;
el sujeto no puede ser el creador de una idea más perfecta que él mismo, pues
esa idea debe responder a una causa por lo menos tan fuerte como la idea misma
(Danto, pág. 84). Es el llamado argumento de la causalidad, de
Descartes, basado en la convicción de que ha de haber tanta perfección en la
causa como en el efecto (axioma aristotélico), que Descartes tomó como una idea
innata indudable y a prueba del engaño del genio maligno (Danto, pág. 84).
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FUENTE:
A. C. Danto, Qué es filosofía. Madrid, Alianza, 1976.
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