OBITUARIO: Eugenio Trías (2013)
10 de febrero de 2013
El Mundo. El escritor y filósofo Eugenio Trías Sagnier, uno de los grandes
ensayistas de las últimas décadas y considerado por buena parte de la
crítica como el pensador en español más importante desde Ortega y
Gasset, ha fallecido a los 70 años en el Hospital Clínic de Barcelona a
consecuencia de un cáncer que padecía desde hace años, según han
confirmado fuentes familiares.
Como recuerdo a este insigne y polémico pensador, insertamos en este blog un artículo suyo, publicado en ABC el 4 de noviembre de 2008, titulado "El gran viaje" (sugerencia de nuestro colaborador Félix Pardo), texto que mereció el premio Mariano de Cavia en el 2009.
El texto puede leerse en este enlace.
Y directamente aquí:
El gran viaje
Martes, 04-11-08
NO es posible sublimar el carácter salvaje y despiadado
que la última nota de la vida en este mundo siempre posee. Toda muerte
constituye una irrupción intempestiva con carácter de miraculum
siniestro. Llega siempre a destiempo, «como un ladrón en la noche». No
permite mediación ni conciliación. Se halla en máximo abandono respecto a
toda imaginación simbólica. Revela las insuficiencias de toda
concepción racionalista del mundo.
Deja la muerte, inevitablemente, toda vida en condición
de puro escorzo, como fatal torso fragmentario, o en estado de ruina
irremediable. Hija de Hades y de Thanatos, incuba sus letales huevos en
el desenlace de toda vida.
La muerte es, quizás, un point d'orgueinquietantemente
prolongado. Desde aquí, desde nuestra perspectiva mundana y carnal, se
muestra como helado y sepulcral calderón que pone punto final a la
partitura de la vida. Desde una percepción espiritual puede presentirse,
sin embargo, como pasarela hacia otra vida mejor. Como silencio
expresivo sería rampa de lanzamiento hacia una vida diferente.
Entonces la sepultura podría llegar a ser cuna de una
nueva forma de existencia, según el principio de toda metamorfosis. Este
mundo sería la incubadora de un nuevo modo de vivir: la matriz material
de un verdadero renacimiento. El cuerpo del hombre viejo, devuelto a su
condición de neonato, se transformaría en carne espiritual, o en cuerpo
glorioso, como en el final transfigurado del Segundo Fausto. Esta
grandísima pieza de Goethe suele interpretarse de forma alegórica y
ornamental, en lugar de tomársela de manera literal: como una iniciativa
literaria de gran estilo para explicar la transmutación alquímica de
nuestra vida en una vida diferente. Gustav Mahler supo escenificar de
forma genial esa gran pieza literaria en la segunda parte de su Octava
sinfonía.
Apenas se atiende hoy a la gran pregunta kantiana que
interroga no tanto por lo que podemos conocer, o por lo que debemos
hacer, sino por lo que tenemos derecho a esperar. Una cuestión que
culmina con una reflexión sobre nuestra condición; o con la pregunta:
¿Qué es el hombre?
¿Tiene el hombre en la muerte su límite infranqueable, el
que trueca lo posible en lo imposible? ¿Tiene razón Homero en suponer
que el alma sólo subsiste en el Hades como alma en pena, en proceso de
extinción, con pérdida sustancial de ánimo vital, de energía y fuerza,
de vigor colérico?
¿Sobreviene con la muerte la negatividad absoluta y
radical? ¿Será cierto lo que afirman quienes hacen decir a la ciencia lo
que ésta no está en condiciones de afirmar: que nada hay tras la
barrera insalvable que comparece al final del trayecto de nuestra
existencia en este mundo? ¿Es la muerte un límite que no permite
conjeturar nada que lo trascienda? ¿Somos lo que somos solo y en la
medida en que nos hallamos cercados y encerrados entre un comienzo en el
cual hemos sido arrojados a la vida, y un fin que la cancela de forma
definitiva?
La perspectiva existencial —Heidegger, Sartre— padece una
tremenda insuficiencia respecto al origen. Quizás esa escasez
explica la precariedad de la concepción que poseen respecto a la muerte.
Tenía razón Hanna Arendt en su crítica a Heidegger: obsesionado por la
idea de concebir el ser en el mundo como ser para la muerte se le escapó
una posible reflexión sobre lo que antecede a ese «ser» o «estar» en el
mundo.
Disponemos de la evidencia de haber vivido dos vidas. De
la primera vida no guardamos memoria. Discurrió en el seno materno. Allí
se estableció el paradigma de todo vínculo comunitario y de todo idilio
amoroso, o de toda relación inter-personal: la que en la vida
intrauterina celebró la «unión mística» del feto con la madre (que le
dio cobijo y sustento).
Ese escenario del origen permite, por extrapolación razonable,
avanzar hacia un escenario post mortem. Respecto a éste sólo es posible
desplegar, desde el punto de vista estrictamente filosófico, una
argumentación mediante acuciantes interrogaciones.
¿Por qué dos vidas solamente? ¿Por qué no puede pensarse
esta vida como el útero y la matriz de una vida diferente? ¿Por qué no
pensar a fondo, radicalmente, la idea fecunda de metamorfosis? ¿No hay
suficientes indicios en el ámbito de la vida, como puede ser el pasaje
de gusano a ninfa y a crisálida, o finalmente a mariposa, o el increíble
tránsito del feto animal hasta la composición del neo-nato humano, o de
éste hasta el homo loquens?
¿No podría pensarse esta vida como un complejo escenario
—mucho más conflictivo y doloroso que la idílica vida fetal— en el que
se pusiera a prueba, como a los metales en la forja, nuestro propio
temple de ánimo, nuestro valor y nuestra inteligencia, y sobre todo
nuestro anhelo?
Responder estas preguntas sólo puede hacerse a través de
un relato razonable. Platón lo plantea de este modo al final de dos de
sus principales diálogos, Fedón y La República. En ambos se provee de un
extraordinario mito para dar respuesta a esa cuestión.
Se discute en el Fedón sobre la inmortalidad del alma. Se
ofrecen varias pruebas posibles que son sagazmente examinadas y
discutidas. El alma adquiere su propio vuelo en separación del cuerpo:
eso no es una peculiaridad griega, como una cierta apologética teológica
nos quiere hacer creer. Ese vuelo místico del alma tiene raíces
arcaicas (basta repasar al respecto los trabajos de Mircea Eliade sobre
chamanismo para percatarnos de ello).
La vida se oscurece o se ilumina desde el sentido que
concedemos a la muerte. El último suspiro de esta aventura que somos es
decisivo. Según sepamos anticiparlo adquiere nuestra vida su propia
radiación. En la modernidad más reciente prevalece un dogma: esta vida
es única. Carece de continuación. No hay lugar a la deseada repetición
que el gran filósofo y teólogo danés, Sôren Kierkegaard, proyectaba
sobre la vida eterna.
La humanidad ha estado siempre dividida en este decisivo
asunto. Los pueblos mesopotámicos expresaron trágicas dudas sobre la
inmortalidad en su poema épico Gilgamesh. Este héroe, con solo un tercio
de divinidad, asumió con máxima amargura y horror la muerte de su amigo
Enkidu, un mortal.
La muerte está ahí: no admite reconciliación sencilla. Yo
profeso una gran admiración por los egipcios: durante tres milenios
sustentaron la creencia inquebrantable de que la muerte constituye el
inicio de un Gran Viaje. Por eso el Libro de los Muertos detallaba
instrucciones para el moribundo con vistas a avisarle de los peligros
que le acechaban en esa aventura final.
Quizás sea eso la muerte: el inicio del más arriesgado,
inquietante y sorprendente de todos los viajes. Sé que estas ideas
chocan de modo frontal con los dogmas de la sabiduría convencional. Se
ha ido imponiendo, como si fuese una evidencia, la convicción de que
tras esta vida nada existe. O que la nada es lo único que nos espera.
Esa nada en la que mayoritariamente se cree no es
homologable a lo que en Oriente se entiende por Nirvana. El vacío
radiante, la nada sacrosanta del budismo no es ni por asomo semejante a
esa convicción basada en argumentos filosóficos de muy poco vuelo, o en
extrapolaciones flagrantes de una ciencia más o menos manipulada.
Personalmente vuelvo a la sabiduría egipcia: prefiero
entender la muerte como el gran viaje, por mucho que nos esté vedado
conocer el paisaje que tras ese tránsito se nos descubre.
«La muerte no es más que el resultado de nuestra
indiferencia ante la inmortalidad» (Mircea Eliade). «¿Qué es nuestra
vida sino una serie de preludios de una canción desconocida cuya primera
y solemne nota es la muerte?» (Franz Liszt).
Más referencias sobre Eugenio Trías en este blog, en este enlace.
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