A VUELTAS CON LA REFORMA EDUCATIVA

REFLEXIONES SOBRE EL ÚLTIMO CURRÍCULUM 

DE BACHILLERATO

Josep Pradas


Hace unas semanas, en una de mis clases de bachillerato propuse a mis alumnos una actividad nueva, de esas que desde arriba nos recomiendan llevar a cabo como parte de una metodología innovadora. Debían escoger un texto y comentarlo en grupo, pero en formato podcast. La reacción de mis alumnos me sorprendió, he de confesar que gratamente: “¡Otra vez!”, soltaron casi a coro. E insistieron en realizar el trabajo por escrito, incluso a mano, y exponerlo en vivo.

Esta breve incursión mía en la innovación tecnológica me hizo pensar, otra vez, en la cuestión educativa. Pero este darle vueltas al tema quedó interrumpido por otro episodio relacionado con la tecnología de la información: descubro que el noventa por ciento de los alumnos responden on line a una pregunta de opinión y argumentación usando un programa de reciente implantación, pero ya famoso, el ChatGPT. Lo descubro porque todas sus respuestas, aun siendo diferentes, tienen estructuras sintácticas y semánticas semejantes; además, mis alumnos no suelen usar de forma tan correcta los conectores, ni separar sus redactados en párrafos de forma tan perfecta y elegante. Aun sin pruebas empíricas del delito, no cabía duda alguna.

Estas dos situaciones son aparentemente contradictorias, pero, si lo pensamos bien, en realidad se complementan para reflejar en su conjunto el estado de cosas del sistema educativo y las tensiones que deberá superar en un futuro muy cercano. Llega el momento de afrontar una cuestión esencial: ¿a qué se deben tantos intentos de reforma del sistema, de las metodologías, de la nomenclatura? ¿Por qué a cada nueva ley de educación nos dicen que será la mejor y la definitiva? Son preguntas que asaltan mi mente mientras corrijo esos exámenes que quizás dejaré de poner en un futuro cercano, de acuerdo con eso que ahora se llama evaluación formativa.

¿Cuál es el auténtico problema que aflige al sistema educativo? Yo creo que lo que más debería preocupar a los gestores del sistema es la desmotivación del alumnado, que desemboca en bajos niveles de aprendizaje y rendimiento, y en bajas cualificaciones en las pruebas de ámbito internacional. Pero no son las notas lo que debe preocupar, sino la causa de esas malas puntuaciones: el desinterés por aprender. Así que nos preguntamos:  el nuevo currículum, ¿afronta el problema del interés por aprender? (Puede consultarse este enlace que lleva a información sobre el nuevo currículum en Catalunya: el nou currículum.)

Aparentemente sí: todo el despliegue de estrategias que la nueva metodología contiene parece esencialmente orientado a generar interés por las diferentes materias del currículum. Desarrollar competencias en lugar de deglutir contenidos, insistir en la realización de actividades de investigación a partir de situaciones de aprendizaje que representen algo real para los estudiantes, promover la autoevaluación o la evaluación formativa, etc., son propuestas que pretenden estimular el interés por aprender desde una nueva posición del centro de gravedad, situado cada vez más sobre el alumnado y cada vez más lejos del docente. El mensaje adquiere visos subliminales: para generar interés por aprender, hay que convertir en interesantes los contenidos que esperamos que los alumnos aprendan, incluso cambiando sus nombres: ya no son contenidos (que hay que depositar en un continente medio vacío, en este caso, la mente de los alumnos, que parece resistirse a ser rellenada con tales contenidos), sino saberes. Además, sabemos que la mente de nuestros alumnos no es un recipiente vacío, sino que en ella hay muchas cosas que nos pueden servir para comenzar a generar en ellos interés por todo eso que creemos que deben aprender, pero sin decirles que lo deben aprender. De hecho, les diremos, y acabaremos creyéndolo nosotros mismos, que lo importante no es que aprendan esos saberes por sí mismos, sino que aprendan a aprender y que aprenderán mejor si conectamos los saberes con problemas reales.

 

Querer aprender

Luego regresaremos sobre esta cuestión, pero ahora nos pararemos en la base del problema, el interés por aprender. Que me perdonen los pedagogos, pero creo que quien mejor describe en qué consiste eso del interés por aprender es Aristóteles. Me remito a un fragmento bastante conocido, donde el sabio estagirita describe el proceso del inicio de la filosofía, en Metafísica I 2, 982b (que pueden leer en el siguiente enlace).

Lo primero que podemos apreciar aquí es el choque frontal entre la pretensión del nuevo currículum (que postula que “la meta no es la mera adquisición de saberes, sino aprender a utilizarlos para solucionar necesidades encarnadas en la realidad”) y la concepción de la filosofía como primera forma de saber que prescinde de toda dependencia de la vida práctica, ajena a cualquier utilidad, esto es, que busca el saber por el saber. Que esto alude directamente a la filosofía, pero no a otras disciplinas, es discutible: las matemáticas sirven para que no nos tomen el pelo en el supermercado, pero también son un saber por sí mismas, igual que la Física, el Lenguaje y la Historia. Así, la reflexión de Aristóteles tiene mayor calado de lo que aparece a primera vista: nos dice muchas cosas sobre qué es eso de querer saber.

El fragmento de Aristóteles nos habla de la admiración y del deseo de saber. Nos indica que el interés tiene dos aspectos, uno externo, que es el estímulo que en nosotros generan las cosas de fuera, y que por ello se convierten en interesantes y llaman nuestra atención; y otro, interno, que es el deseo de saber, o de saber más, que se despierta en nosotros a partir de aquel estímulo externo. Aristóteles advirtió estos dos aspectos cuando afrontaba la definición de la filosofía como actividad intelectual especial, diferente de otras, pero con facilidad podemos ver que estos dos aspectos no pueden separarse de toda concepción del aprendizaje como proceso: aparece algo que nos llama la atención, que desde fuera nos atrae (bien porque resulta atractivo en sí mismo, bien porque tiene relación con algo que nos resulta interesante previamente), y esta aparición ante nosotros desencadena en nuestro interior el deseo de aprender, de aprehender, de hacer nuestro eso que aún está afuera. Recuérdese que aprender viene, según el Diccionario etimológico de Corominas, del latín apprehendere, que significa apoderarse (de algo que aún no se posee).

Habitualmente, el aspecto externo del interés sirve de detonante para poner en marcha el deseo interno de saber, pero en algunas ocasiones ese deseo interno tiene una dinámica propia, independiente de todo estímulo externo, y eso es lo que Aristóteles denomina filosofía: el puro interés de saber por saber, tan ajeno a los actuales planes pedagógicos, como se ha podido constatar en el nuevo currículum.

Las más de las veces, sin embargo, el deseo de saber, de aprehender algo está mediatizado, numerosos obstáculos se interponen entre el objeto deseado y el punto de partida del sujeto que desea. Entonces se hace preciso activar otra facultad humana de incalculable valor: la voluntad. Quiero saber Física, pero para ello necesito aprender Matemáticas; no es el objeto supremo de mis deseos, pero resulta ser condición sin la cual no podré saber Física. Lo mismo que para conseguir tener una profesión determinada, una titulación, un reconocimiento académico, cualquier cosa que hayamos convertido en un deseo, estará cruzada por la necesidad de superar los diversos obstáculos que se interpongan para llegar hasta su consecución. Y sin la voluntad no se puede llevar a cabo esfuerzo alguno, en estos casos de carácter intelectual.

 

Aprender a aprender

De nuevo cabe preguntarse si la metodología implícita en el nuevo currículum, tiene en cuenta todos estos elementos. Da la impresión de insistir sobre todo en el aspecto externo del interés, pero elude, margina, ignora los aspectos más internos, el deseo de saber y la voluntad. Se centra y se concentra en convertir los objetos de aprendizaje en atractivos e interesantes, o en acercar los saberes a los campos de interés de los sujetos del aprendizaje. En devaluar los contenidos a cambio de sobrevalorar las competencias, sobre todo esas tan importantes que son denominadas “clave”, entre las cuales llama la atención una, de sorprendente nomenclatura: aprender a aprender.

Aprender a aprender es una necedad conceptual, una redundancia convertida en “competencia clave” en el nuevo currículum de bachillerato. A los pedagogos hay que decirles en algún momento que se están equivocando, que algunos de sus conceptos están mal formulados, como es el caso de aprender a aprender, porque para aprender a aprender ya se presupone saber aprender. Ocurre lo mismo con el concepto de semejanza. Aprendemos qué es una mesa, como palabra, como concepto y como objeto, a través de las diferencias y las semejanzas de la mesa con otros objetos. Pero no podemos aplicar el mismo procedimiento para saber qué es una semejanza. Y sin embargo lo sabemos y nos sirve para aprender otros conceptos (para el caso, véase esta interesante reflexión platónica en el siguiente enlace). Por lo mismo, podemos quizás enseñar técnicas de estudio, pero no podemos enseñar a aprender. Los humanos nacemos con la capacidad innata de aprender. Y nuestros alumnos lo han demostrado con creces cuando por su cuenta y riesgo han aprendido a manejar el ChatGPT, sin necesidad de ningún profesor que monitorizase su aprendizaje ni evaluase después el grado de adquisición de saberes y competencias. Se han anticipado a sus profesores, que necesitarán un curso de formación para adentrarse en los secretos de esa máquina de PLN, salvo algunos que ya se han adelantado y se atreven a redactar sus actividades con ayuda del ChatGPT. Detrás de todo este despliegue de cognición activa se halla el mismo impulso que desencadenó los primeros procesos de aprendizaje en los humanos, la necesidad de sobrevivir en un medio hostil, que en el caso de nuestros alumnos se traduce en la voluntad de ser eficaces, de invertir el menor tiempo posible en aquello obligatorio para poder dedicar el máximo a aquello placentero, cosa que también impulsa a sus profesores, porque son seres humanos con las mismas necesidades. Nada ha cambiado, pues, desde el Paleolítico.

En el Paleolítico, nuestros antecesores aprendían a fabricar utensilios de piedra sin que ningún pedagogo estuviese alrededor monitorizando los procesos de enseñanza y aprendizaje. Aprendían porque les era esencial para su supervivencia, enfrentados a auténticas situaciones de aprendizaje (en lugar de los simulacros que les proponemos, con lo que obtendremos sólo simulacros de aprendizaje): activaban su deseo de saber cuando les era crucial fabricar tales utensilios, alguno de ellos que ya sabía fabricarlos les mostraba cómo hacerlo, y los otros miraban y hacían suya esa técnica, a modo de copiar, de acopiarse de esas maneras, primero torpemente y después con mayor acierto, a base de notar o de hacérseles notar desde fuera que se habían equivocado en algún momento de la elaboración de tal objeto.

No se trata de retroceder hacia metodologías tradicionales, aunque haya hablado del Paleolítico: está bien que el alumno sea el centro del proceso, que advirtamos su protagonismo; se trata simplemente de llegar a una reforma radical de las metodologías, es decir, que vayamos a la raíz del asunto. Y la raíz del asunto es el deseo interior, lo que precisamente queda marginado del nuevo currículum, como también ocurre en todos los sistemas anteriores. Olvidamos que el deseo de saber nace de dentro y no se puede imponer desde fuera. Podemos conseguir la atención de nuestros alumnos en las clases, pero que atiendan no implica que estén aprendiendo; puede que estén pensando en otra cosa mientras siguen con la mirada nuestras palabras y toman nota de lo que explicamos. Podemos incluso conseguir que trabajen en las actividades que les propongamos, pero eso no implica que estén aprehendiendo lo que sea que haya implícito en ellas. Como dijo Roger Schank, el aprendizaje no se consigue cuando los maestros quieren enseñar, sino cuando los alumnos quieren aprender. Y como dijo A. S. Neill, cuando alguien quiere aprender, no importa la metodología que se siga, porque el deseo es una fuerza imparable.

Pero el deseo interno de aprender no se da habitualmente en nuestras aulas, y si se da, muchas veces falta la voluntad para reconducirlo adecuadamente. El deseo de aprender está coartado por innumerables estímulos externos que lo desvían hacia objetos que son ajenos al currículum: toda la tecnología de la información contribuye a desviar la atención del alumnado, y del profesorado también, y de todos los sujetos pensantes de este planeta, hacia objetos ajenos al currículum. Estrategia oficial ocurrente y recurrente: convirtamos esos objetos en señuelos para que atraigan la atención de los sujetos, y así quieran entrar en el juego. Usemos Tiktok, Instagram, podcast, jamboard, gamificación y otras memeces disfrazadas de “competencia digital”, para atraer a esas mentes que tan fácilmente se dispersan caóticamente por el metaverso.


Todos a jugar, señor Locke

Todo lo que haga falta, excepto reconocer la situación: sólo aquellos sujetos que tengan despierto el deseo de aprender lo harán de forma cabal, sin necesidad de tantas necedades metodológicas. Y los otros lo harán cuando toquen fondo en la realidad y se enfrenten a necesidades perentorias. Y otros quedarán por el camino, puede que con una titulación que en realidad no se corresponde con sus saberes y competencias. En fin, lo que siempre ha ocurrido. Pero ahora el aprendizaje queda convertido en un proceso de atracción y juego, y nos lo presentan como el último grito en didáctica.

Locke, famoso por su teoría del conocimiento y su defensa del pacto social, también trató la cuestión del interés por aprender y su relación con el juego. De sus reflexiones en obras como Pensamientos sobre educación (1693) y La conducta del entendimiento (1697) podemos extraer alguna enseñanza. Locke asume que el juego es también un acto de aprendizaje sobre el mundo y los seres que lo habitan. El potencial del juego estriba en que es atractivo, gusta a los niños, y por ello puede aprovecharse para la educación. Por ejemplo, recomienda que la didáctica se plantee como un juego, es decir, una actividad que les guste para convertir el aprendizaje en juego. El potencial de juego estriba en que permite la libertad y la variedad, así como la participación activa del niño en todo lo que lleva a cabo. Entonces hay que dar al estudio un tono semejante, que sea por gusto, que tenga variación y que permita la participación del niño en su desarrollo.

Se trata de enseñar a los niños a leer, por ejemplo, mientras piensan que están jugando. Los niños se esfuerzan por aprender diferentes juegos y practican durante horas (atención, concentración, implicación) para convertirse en expertos en algunos de esos juegos, de manera que si se canaliza todo ese potencial de esfuerzo e interés hacia el estudio se pueden obtener resultados asombrosos sin imponer el aprendizaje directamente. Más vale que por este método el niño aprenda a leer, por ejemplo, un año más tarde de lo esperado, que por haberle obligado desarrolle una aversión crónica hacia el estudio.

Pero la propuesta más perversa de Locke consiste en imponer el juego para que los niños se cansen de él y deseen un descanso, los libros. Se trata de conseguir que el niño tome los momentos de aprendizaje como descanso de los momentos de jugar; hay que conseguir que deseen aprender algo, que incluso lo pidan al adulto que ha generado en ellos el deseo, y lo aprendan voluntariamente, invirtiendo tanto esfuerzo en esa libertad como cuando jugaban. La principal opción de Locke va a consistir en que “consigamos que aborrezcan el juego, y así desearán el estudio como alternativa”, porque el aprendizaje es una obligación ineludible (en eso sigue siendo tradicional, es una forma de hacer pasar la pastilla con dulces, como dice Fromm, pero perversamente al revés). Y para conseguirlo, el medio es obligarles a jugar, como una tarea que se les exige, y el estudio se convertirá en un descanso de la obligación. Eliminemos del juego el componente atractivo, la libertad y la variedad; obliguemos al niño a que juegue todo el día al juego que más le gusta, y acabará pidiendo un descanso… un libro. Si hacemos que el niño aborrezca el juego, tal vez sentirá gusto por el estudio. Es el llamado principio de aversión, que opera mediante la obligación y la repetición, sin libertad ni variedad, convirtiendo el estudio en recompensa por haber jugado hasta la saciedad y el hastío.

Urge, pues, un aviso para educadores: nuestros alumnos van a pasar muchas horas jugando a aprender, aprendiendo jugando a esos juegos a que tanto gustan entregarse sin descanso. O eso creemos. Cometemos el error de pensar que si les presentamos objetos interesantes van a seguirnos la corriente. Y corremos el riesgo de abocarles al cansancio: tarde o temprano se cansarán de jugar y volveremos al punto de partida. Todo por no haber atendido a esa parte interna del deseo de aprender. La única esperanza que nos queda es que después de rechazar la enésima propuesta de podcast que se les haga, pidan realizar el trabajo por escrito y en papel, como antaño.

 

 

 

ADVERTENCIA: este artículo ha sido escrito mediante un procesador de textos Word de Office, a lo largo de varios días, y ha sido sometido a diversas revisiones antes de ser publicado. Cualquier parecido con un texto de ChatGPT es pura coincidencia.

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