DEL AMOR, LA GUERRA Y LA MUERTE
Xavier de Maistre trata estos tres asuntos tan humanos en su Expedición nocturna alrededor de mi cuarto, y el resultado son estos dos fragmentos que he rescatado de su libro porque me parecen exquisitos, inteligentes y llenos de humor y, faltaba más, de pesimismo, para pasar del amor a la guerra y a una
aguda reflexión sobre la muerte:
Otras veces cojo una margarita en un rincón de la maleza; arranco las hojas una tras otra, diciéndome: ‘Me ama un poco, mucho, apasionadamente, nada en absoluto.’ La última casi siempre coincide con este nada en absoluto. En efecto; Elisa ya no me ama ya. Mientras me ocupo de este modo, la generación entera de los que viven va pasando; semejante a una ola inmensa, pronto va conmigo a romperse en las orillas de la eternidad, y como si el huracán de la vida no fuera bastante impetuoso, como si nos empujara demasiado lentamente a los confines de la existencia, las naciones en masa se degüellan a prisa y corriendo y anticipan el término fijado por la Naturaleza. Unos conquistadores, arrastrados ellos mismos por el torbellino rápido del tiempo, se entretienen en hacer morder el polvo a millones de hombres. ¡Eh, señores míos! ¿En qué pensáis? ¡Esperad!... Esas buenas gentes iban a morir ellos solos; ¿no veis la ola que avanza? Ya su espuma se acerca a la orilla… ¡Esperad, en nombre del cielo, todavía un instante, y vosotros y vuestros enemigos y yo y las margaritas, todo eso va a concluir! ¿Puede uno encontrar bastante extraña semejante demencia? Vaya, pues; es una cosa resuelta: de hoy en adelante, yo mismo no volveré más a deshojar margaritas (cap. XXX, págs. 71-72).
Es, a no dudarlo, merced a un consejo insidioso del espíritu maligno por lo que los hombres han encargado a esa hora [las 12] dividir los días. Encerrados en sus habitaciones, duermen o se divierten, mientras la hora fatal corta un hilo de su existencia; al día siguiente se levantan alegremente, sin sospechar ni remotamente que ha pasado un día más. En vano la voz profética del bronce les anuncia la proximidad de la eternidad; en vano les repite tristemente cada hora que pasa; nada oyen, o si oyen, no comprenden. ¡Oh, media noche..., hora terrible!... No soy supersticioso; pero esta hora me inspiró siempre una especie de temor, y tengo el presentimiento de que si alguna vez me he de morir será a la media noche. ¿Me habré de morir, pues, algún día? ¿Cómo me moriré? Yo, que hablo, que me siento a mí mismo, que me palpo, ¿yo habré de morir? Me cuesta algún trabajo creerlo, porque, en fin, que los demás se mueran, no hay cosa más natural; eso es lo que vemos todos los días; vemos pasar a los muertos, ya estamos acostumbrados; pero morirse uno mismo, morirse en persona, ¡eso es un poco fuerte! Y ustedes, señores, que toman estas reflexiones como si fueran un galimatías, sabed que tal es la manera de pensar de todo el mundo, y la de usted también. Nadie piensa en que se ha de morir. Si existiera una raza de hombres inmortales, la idea de la muerte les horrorizaría más que a nosotros. Hay en esto algo que no me explico. ¿Cómo es que los hombres, sin cesar agitado por la esperanza y por las quimeras del provenir, se inquietan tan poco por lo que ese porvenir les ofrece como cierto e inevitable? ¿No será la Naturaleza bienhechora misma la que nos habría dado esta venturosa indiferencia, a fin de que pudiéramos cumplir tranquilamente nuestro destino? Creo, en efecto, que se puede ser una buena persona a carta cabal sin añadir a los males reales de la vida esa disposición de espíritu que lleva a las reflexiones lúgubres y sin atormentarse la imaginación con negros fantasmas. En fin: pienso que hay que permitirse la risa, o por lo menos sonreírse, cuantas veces la ocasión inocente se presenta (cap. XXXVII, págs. 89-91).
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