LA QUERELLA DE LAS INVESTIDURAS (siglo XII)
En estas líneas se traza esquemáticamente el hilo de la pugna de ideas que se desató entre los partidarios del poder del Papa frente a los partidarios del poder del Emperador, disputa sobre quién podía ejercer más poder sobre el otro. Tiene un componente filosófico, en tanto que pugna de ideas de trascendencia en el desencadenamiento de la cultura renacentista, y sobre todo porque en ella intervienen pensadores de cierta talla, como Guillermo de Ockham. Por lo demás, en conjunto, es un ejemplo de lo que puede pasar cuando una civilización entera cree lo que le cuentan los clérigos sobre un ser que nadie ha visto ni puede ver.
Origen de la disputa:
Constantino, emperador romano, en 313 asume la religión cristiana como oficial
en el Imperio, a través del Edicto de Milán. El Imperio es ahora una monarquía
universal y garantía de la paz, cuya legitimidad se fundamenta en el vínculo entre
lo terrenal y lo espiritual. Esta idea se generó en los círculos cristianos
cercanos a Constantino, por ejemplo, en intelectuales como Eugenio de Cesarea:
Dios y su voluntad omnipotente han querido dar al mundo un imperio, Roma, en el
que se produzca la encarnación de Dios en Cristo. Así se vincula lo cristiano
con el Imperio, y al poder terrenal con lo divino. La idea ya está en la Eneida
de Virgilio.
Con la caída del Imperio,
en 476, esta visión idílica pierde vigencia con el resquebrajamiento del
Imperio. Surgen las monarquías feudales y la unidad imperial deja de existir.
Agustín de Hipona proclama tempranamente esa separación, las dos ciudades, la
división entre los terrenal y lo espiritual, la Ciudad de Dios es la única
verdaderamente universal.
La teoría de las dos
espadas se formula a finales del siglo V, expuesta claramente por el Papa
Gelasio I. Desde entonces forma parte de la tradición política de la Iglesia
cristiana. Se trata de dos espadas, dos autoridades, para una concepción dual
de la sociedad humana, considerando dos órdenes de intereses: los espirituales,
o de salvación, bajo la custodia de la Iglesia, ejerciendo el control sobre la
enseñanza y la transmisión cultural; y los intereses materiales, terrenales,
temporales, políticos, bajo el control del gobierno civil. No es una separación
radical, se supone un acuerdo de mutua ayuda entre ambos poderes, de modo que
había cierta posibilidad de solapamiento o interferencia, en caso de necesidad,
por ejemplo, en caso de anarquía terrenal, o de corrupción espiritual. Carlomagno
y algunos emperadores alemanes no dudaron en amonestar a eclesiásticos en caso
de corrupción, e incluso a deponer papas como Gregorio VII y Benedicto IX, y a
abolir escandalosos cónclaves que actuaban al servicio de la nobleza romana. A su vez, Gregorio Magno tuvo un gran poder
sobre el Emperador en momentos de decadencia, y los sínodos eclesiásticos
llegaron a amonestar a monarcas por su mala conducta. No obstante, no se
concebía conflicto alguno entre los dos poderes, entre las dos cabezas
visibles, el Papa y el Emperador, pues en realidad no había división alguna en
la sociedad, que era una sola; sólo cabía discutir sobre el orden de
competencias de cada parte, aplicadas sobre una misma sociedad.
Hasta el siglo XI no
comienza la Iglesia a adquirir verdadera fuerza terrenal, sobre todo gracias a
la revitalización del comercio en el Mediterráneo. Este poder deriva de siglos
atrás, tiene una base feudal: mucho antes del siglo IX, los eclesiásticos eran
ya grandes terratenientes, y participaban del sistema feudal en igualdad de
condiciones con los señores feudales, eran vasallos de alguien más alto y tenían
sus propios vasallos. Así, los miembros del alto clero, por su riqueza y
posición, tenían un profundo interés en la política secular. Llegaban a ser,
además, altos funcionarios en las cortes de los príncipes y señores feudales,
como es el caso del Imperio Carolingio, cuya administración estaba en manos de
los clérigos, únicos que podían desempeñar tales servicios, dado que eran los
únicos que sabían leer y escribir. Así, pues, ya en el siglo XI los
eclesiásticos estaban profundamente interesados en los asuntos terrenales, en
la política y en la economía. No era posible una separación entre ambos
ámbitos.
La teoría de las dos
espadas constituyó el ideal social de muchos intelectuales, laicos o no, y fue
usada tanto por defensores de la separación estricta de los poderes (Dante)
como por quienes esperaban la sumisión del Imperio a la Iglesia, como fue el
caso de Gregorio VII (Papa entre 1073-1085, argumentaba que, puesto que el
Imperio es cristiano, el emperador debía obediencia al Papa).
En el seno de la Iglesia
aparecen movimientos que reclaman una reforma interna, una mayor concienciación
en favor de la necesidad de mayor independencia espiritual para mantener la
pureza original. Lo terrenal no debía interferir en lo espiritual, pero sí al
contrario. Surgió la conciencia de que la sociedad, aunque gobernada por dos
cabezas, era esencialmente cristiana, y que, en virtud de ello, la jurisdicción
eclesiástica era prioritaria sobre la civil, por cuanto que debía asegurar la
salvación de todos los hombres. La ley cristiana debía estar por encima de la
ley civil.
Esta corriente de concienciación sobre el predominio eclesiástico en relación con el poder civil se inspiraba en dos hechos: la elaboración de los decretales pseudo-isidorianos, en el siglo IX, y la reforma cluniacense, en el X.
Los falsos decretales consistieron en un centenar de escritos atribuidos a los papas de los tres primeros siglos, más disposiciones falsas de concilios, todo ello inserto en material auténtico. La elaboración de produjo en territorio franco. Tuvo por objeto proteger a los obispos de la deposición y la confiscación de bienes por el poder civil, librándose de otra vigilancia superior, la del arzobispo, probable agente al servicio de la autoridad civil. Así, disminuyó la autoridad arzobispal, aumentando la del Papa, porque se aseguraba la apelación a Roma ante el peligro de deposición. El propósito de exaltar al Papa era sólo instrumental. En este primer momento, los falsos decretales apenas tuvieron efecto práctico salvo la mengua del poder arzobispal, pero en el siglo XI fueron la base de los argumentos en favor de la independencia de la Iglesia respecto de todo control civil.
La reforma de Cluny y su extensión por toda Europa, fue otro de los factores en pro de la independencia de la Iglesia. Esta congregación gozaba de total autonomía administrativa y política, al estar bajo una sola cabeza. Esta reforma atacó la simonía, es decir, la venta de cargos eclesiásticos y la concesión de ascensos en la jerarquía a cambio de servicios políticos. Pretendieron los reformadores que para elevar eñ nivel moral de las funciones eclesiásticas era necesaria una purificación basada en la exaltación del papado, que en ese momento estaba degradado, y proteger la autonomía de las elecciones papales y de la administración interna de la Iglesia.
En el siglo XI estalla el
conflicto de las investiduras, a causa del empeño de algunas monarquías
europeas en investir directamente (nombrar) a los cargos eclesiásticos (obispos)
de su territorio. El Papa Gregorio VII, entronizado en 1073, se oponía a ello,
y el Emperador Enrique IV convocó el Sínodo de Worms en 1076 para destituirlo. Gregorio
VII le aplicó la excomunión, dejando al Imperio sin cabeza visible. En 1080,
Enrique IV apoya a un antipapa, y Gregorio a Rodolfo de Suabia como candidato
al trono imperial. El conflicto duró entre 1075 y 1122, generando una serie de
tratados políticos en pro y en contra, y acabando en un pacto que reequilibraba
la relación de fuerzas, pero mantenía el poder del Papa en la elección de
obispos en los territorios alemanes, a cambio de una mayor transparencia en el
proceso de elección, que podía ser supervisado por el Emperador.
Gregorio VII defendía la
supremacía del poder espiritual sobre el terrenal. En principio, como cabeza de
la Iglesia, sólo él podía nombrar y deponer obispos; nadie podía anular los
decretos papales ni inmiscuirse en la autoridad eclesiástica. Gregorio actuaba
como una especie de monarca romano, pero no en sentido feudal sino imperial. El
Papa era el poder absoluto, sólo sometido a Dios y a su ley divina. Aceptaba la
teoría de las dos espadas, pero usaba argumentos que implícitamente la descartaban.
Sin embargo, los defensores del poder imperial también la usaron como piedra
angular de sus argumentos.
Gregorio, basándose en
Ambrosio (340-397), Padre de la Iglesia, sostenía que un gobernante secular es
cristiano y, en consecuencia, en cuestiones morales y espirituales debe estar
sometido al poder espiritual. En la práctica, la amenaza de excomunión daba al
Papa la capacidad de deponer a un emperador, y el Papa se convertía en un
tribunal de última instancia sobre la legitimidad de un gobernante. Se ha de
destacar que la intención de Gregorio VII no era la de alcanzar un poder
supremo en cuestiones temporales, sino proteger la independencia de la Iglesia
en su propia jurisdicción, dentro del sistema de las dos espadas. Pero tal cosa
presuponía la superioridad del poder espiritual sobre el terrenal.
Durante los siglos XI y XII, la relación entre ambos poderes es el tema principal de las discusiones teóricas entre los intelectuales, que desarrollaron una asombrosa creatividad alrededor de los límites de las dos autoridades, la civil y la eclesiástica, sobre todo a raíz de la cuestión de las investiduras. La teoría de las dos espadas estaba en el centro de esta discusión, entendida como base política del cristianismo, y contaba con varios postulantes:
- Juan de Salisbury (1120-1180), obispo de Chartres, defendió que las dos espadas pertenecían por derecho a la Iglesia, y que ésta confería poder a los príncipes.
- Honorio de Augsburgo, en su Summa Gloria (1123), apoyó estas mismas ideas. Su argumento principal era que la monarquía cristiana fue instituida por la Iglesia. Se apoyaba en una tergiversación de un documento conocido como Donación de Constantino. Este documento se elaboró en el tercer cuarto del siglo VIII en la cancillería papal. Según su contenido, el Emperador Constantino cedió la ciudad de Roma y alrededores al Papa Silvestre, lo que originó los Estados Pontificios. Honorio interpretó esta cesión como una donación del poder temporal al Papa, por lo que éste recibía la plenitudo potestatis sobre la parte occidental del Imperio. Es de presumir que Honorio creía que Constantino había reconocido un derecho inherente a la Iglesia en todo estado cristiano.
Con motivo de las
constantes querellas y del acercamiento evidente de la Iglesia al poder terrenal,
aparecen movimientos populares de reforma. Por un lado, aparece sectas, cuyo
origen radica en pleno medievo, como los cátaros y los milenaristas, que les
sirven de inspiración. El mejor ejemplo es el de Joaquín de Fiore. Por otro,
surgen movimientos de reforma en el seno de la Iglesia, pero de raíz popular,
como es el caso de la orden franciscana, partidaria de una separación radical
entre lo temporal y lo espiritual, así como de la pobreza de la Iglesia, por lo
que debería renunciar a los bienes que posee. El franciscanismo, a su vez,
inspiró la formación de algunas sectas luego declaradas heréticas, como los
espiritualistas, liderados por Ubertino de Casale.
Crisis del poder papal, con
el Cisma de Occidente (1378), y traslado del Papa a Avignon. El papado se ve
superado por la hegemonía francesa, estalla el cisma y se llega al siglo XIV
habiendo tres papas a la vez. Sólo el Concilio de Constanza (1414-1418) resolverá
la situación. Pero en este siglo tomarán cuerpo las primeras posturas
proimperialistas contra las pretensiones de la Iglesia. La tratadística
antipapal se sucede en tres figuras clave: Dante, a través de su De
Monarchia (1313) y la Divina comedia (1320); Marsilio de Padua, con
su Defensor Pacis (1324); y Guillermo de Ockham, con su Compendio de
los errores del Papa Juan XXII (1334), entre otras obras críticas con la
ortodoxia papista. En general, estas posturas defienden la autonomía del poder
terrenal, el Imperio, en tanto que la Iglesia no es de hecho un poder (una de
las espadas), sino sólo una institución dentro del ámbito de lo espiritual.
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