REVOLUCIÓN FRANCESA: la Guerra del 92
Versión con imágenes de mi artículo "María Antonieta y la Guerra del 42", publicado en la revista electrónica Astrolabio, núm. 15, abril de 2014 (aunque el número corresponde a invierno de 2013), que puede leerse en este enlace en versión pdf.
Corría el 20 de junio de 1789 cuando se produjo en Versailles el famoso juramento del Jeu de Paume: los representantes del tercer estado prometieron no abandonar el recinto hasta no haber dado a la nación una nueva constitución que reflejase un cambio sustancial en el poder de la monarquía, hasta entonces absoluto.
El juramento del Jeu de Paume |
Puede decirse que aquel fue el momento
singular que dio inicio al proceso revolucionario francés, pero a la vez fue
determinante en el desarrollo de acontecimientos paralelos, no del todo
independientes del proceso general pero sí dotados de unas características
específicas que no estaban aún presentes en esa fecha clave del 20 de junio.
Nos referimos a la Guerra del 92.
Tres días antes del famoso 20 de junio
(recordado por ser también la fecha clave de la huida del rey a Varennes, en
1791, y del primer asalto popular al palacio de las Tullerías, en 1792), los
Estados Generales se habían convertido en Asamblea Nacional, a propuesta del
abate Sieyès, que había sugerido el nombre de Asamblea de los representantes
conocidos y verificados de la Nación francesa. Mounier, que llegó a ser su
presidente, prefería algo más legalista: Asamblea legítima de los
representantes de la mayor parte de la Nación, actuando en ausencia de la
minoría. Esto es importante: los juramentados pertenecían al tercer estado,
que representaba a más ciudadanos que los otros dos estamentos, la nobleza y el
clero, que deliberaban en otras salas por orden del rey, como se había hecho hasta
entonces, y el resultado de las deliberaciones se trasladaba en forma de voto
estamental, que siempre sumaba 2 a 1 en contra de la burguesía. Dado que el rey
y la nobleza se resistían a conceder la unión de los estamentos y el voto
personal, el tercer estado, más tres clérigos, acabaron constituyéndose en
asamblea de representantes del pueblo francés, por su cuenta y riesgo, y con
pretensiones legislativas.
Sieyès |
En ese momento, los burgueses del
tercer estado se hallaban reunidos en la sala Les Menus Plaisirs (los pequeños placeres). Mirabeau, otra figura
prominente en el futuro desarrollo de la Revolución, propuso otro nombre: Representantes
del pueblo francés. Finalmente, Sieyès se hizo eco de una idea lanzada por
un diputado de provincias, un tal Legrand: Asamblea Nacional. La moción de Sieyès fue aprobada por 490
votos a favor y 90 en contra. Un día después, parte del clero y la nobleza se
une a la burguesía en la misma sala de Les Menus, para deliberar juntos.
(Soboul, I, págs. 147-148).
El término nacional no era nuevo, ya estaba en los diccionarios y se usaba en
un sentido más o menos literal: nacionales son los habitantes de un país, los
nativos de ese territorio. Es precisamente a partir del proceso revolucionario
francés que el término adquirirá nuevos usos y connotaciones. Ya en las
elecciones para los Estados Generales, se utilizó para definir al conjunto de
los ciudadanos. Y cuando los Estados Generales se transformaron en asamblea de
los representantes del pueblo francés, se le llamó Asamblea Nacional. A partir
de aquí, buena parte de las realizaciones revolucionarias adquirirán el epíteto
nacional: la Guardia Nacional, la
Gendarmería Nacional, los bienes
nacionales, etc.
¿En qué sala se defiende el interés general?
Con todo, el rey no podía consentir esa
pequeña revolución jurídica, y cierra la sala de Les Menus, pretextando
obras de reforma, y convoca a todos los estados en una sesión plenaria. Aquella
mañana del 20 de junio, al hallar cerradas las puertas de Les Menus, los
diputados del tercer estado deciden desplazarse a una sala cercana, habilitada
para jugar a la pelota, la sala Jeu de Paume. Allí se encerrarán y
resistirán el empeño de rey de imponer su voluntad a la voluntad del pueblo,
representada en aquellos diputados del tercer estado. Esa voluntad se expresará
tres días después, cuando el rey presenta un programa alternativo que mantiene
sus prerrogativas y vuelve a separar a los estamentos en salas diferentes. Las
respuesta del tercer estado no se hace esperar: “La Nación reunida no recibe
órdenes” (Bailly, futuro alcalde de París). "Id y decid a quienes os
envían que estamos aquí por voluntad del pueblo. No abandonaremos nuestros
sitios más que por la fuerza de las bayonetas" (Mirabeau, futuro
conspirador a favor de la reina). El tercer estado insiste en su pretensión de
representar al pueblo, a la Nación.
El tema de las diferentes salas
asignadas para las deliberaciones de cada estamento es central en esta
cuestión. En la protesta de los nobles por las pretensiones del tercer estado se
puede entender su importancia, pues alegan que sus intereses no son tanto
estamentales y personales como del Estado mismo, es decir, son también los
intereses del rey y, por extensión, los intereses del pueblo” (Soboul, I, pág.
148). Todos pretenden representar más allá de su estamento, pero es evidente
que en ese momento se ha roto la confianza medieval en los estamentos, los
burgueses ya no pueden creer que desde la posición de privilegio político,
económico y fiscal de nobleza y clero se pueda hacer política para el bien
común.
No hay duda de que la propuesta de
cambio de nombre de los Estados Generales y la negativa burguesa a deliberar en
salas diferentes para hacerlo de forma conjunta todos los estamentos, responde
a la idea de unificar la representación, consecuente con la anterior propuesta
de Necker de doblar el número de representantes del tercer estado y pasar del
voto estamental al voto personal, en la sesión de apertura de los Estados
Generales, el 5 de mayo (Soboul, I, 146). Sólo así, uniendo a los diputados de
todos los órdenes en una sala común, en que las deliberaciones se resuelven por
voto personal, el tercer estado puede obtener ventaja sobre los otros dos. Pero
como han sugerido los nobles, en el sistema estamental se defienden por
separado intereses que son bien diferentes, específicos, personales, aunque luego se pretenda que son intereses
generales. La nobleza, el clero y la burguesía son grupos sociales que
tienen intereses diferentes y de hecho, en la sociedad, actúan por separados,
en ámbitos económicos específicos. Por esta razón, alegan los nobles, no tiene
sentido que los unos tomen decisiones sobre los ámbitos pertenecientes a los
otros. ¿Pero si en definitiva se trata de buscar el interés general, qué
sentido tiene hacerlo en salas separadas?, alegan los burgueses.
Por otro lado, los diputados burgueses
pretenden que sus intereses son los de la Nación, y actuarán conforme a ello
incluso en ausencia de los sectores minoritarios (nobleza y clero), a los que
no niegan potencia representativa, pero siempre y cuando actúen unidos a ellos.
La cuestión es que, en este momento, el uso del concepto de nación aún no se ha
formulado en clave nacionalista, es decir, con fuerza ideológica movilizadora,
pero si como alternativa a la desconfianza en la figura del rey como
aglutinador de los intereses generales, según había alegado la nobleza. La
sociedad francesa aún se piensa a sí misma como estamental, con ámbitos de
funcionamiento separados. La pretensión de la Asamblea de unificar la
representación en una misma sala, en que cada diputado suma un voto, en lugar
del voto estamental, es en este momento todavía un arreglo político sin
consecuencias más allá de los límites del recinto de Versailles. Posiblemente,
esos bienintencionados e idealistas diputados del tercer estado, que pretenden
limitar los poderes del rey para transferirlos a la Asamblea, no esperan que
con el cambio haya consecuencias más allá de los límites de su propio
estamento, y sin tener que salir del recinto de Versailles.
Las consecuencias de estos cambios, sin embargo, serán, a corto plazo,
por un lado, el asalto a la Bastilla y el inicio de la Revolución fuera de
Versailles, que es como decir en el mundo real; a largo plazo serán de mayor
calado político y social: fuera de los límites del limbo de Versailles, en los
suburbios de París, se está gestando una nueva clase social, el proletariado
urbano, que tomará el poder cuando a estos bienintencionados diputados se les
vaya de las manos la pequeña revuelta jurídica que han iniciado. Por el
momento, la desbandada de la nobleza y el clero hacia la sala del tercer estado
acaba siendo sancionada por el rey en un decreto del 27 de junio, en que ordena
que todos los diputados de la nobleza y el clero se incorporen a la Asamblea
Nacional, que el 9 de julio se declarará constituyente.
El rey envía tropas como amenaza contra esa pretensión y el día 11 cesa a
Necker, el único de sus ministros que aún es popular y a quien responsabiliza
de la revuelta, por ser el instigador de los cambios que la hicieron posible.
Este cesamiento será instrumentalizado para movilizar al pueblo y desencadenar
el asalto a la Bastilla, el famoso 14 de julio de 1789 (Soboul, I, pág.
149-152; Zweig, pág. 234).
La Guerra del 92
En términos ideológicos, el punto de partida de la maniobra de trasferencia del poder real al legislativo tiene un origen no muy lejano: Rousseau y su idea de la Voluntad General, de carácter indisoluble, por la cual el principio de soberanía absoluta se transfiere a la nación y de ella a sus representantes. No obstante, hay que tener presente que Rousseau no pensaba en clave nacional, sino ceñido a los estrechos límites de las ciudades independientes de Suiza, regidas desde antaño por una democracia directa y asamblearia. Por eso, el paso desde la formulación de la Asamblea Nacional como sede de la nación reunida hasta una formulación en términos plenamente nacionalistas requerirá una cierta maduración, es decir, el estallido de una guerra.
En agosto de 1791 se firma la Declaración de
Pillnitz a favor de una coalición absolutista europea en defensa de la
monarquía francesa, fruto de las presiones del emperador austriaco. Es una de
las más importantes consecuencias de la fuga de Varennes, a nivel exterior, un
episodio que levanta ampollas en las monarquías europeas, sobre todo en Prusia
y en Austria, pero los monarcas de ambos países están más interesados en el
cálculo geopolítico que en el sentimiento de solidaridad monárquica. Acuerdan reunir sus
fuerzas para una posible intervención europea, pero a condición de que otras
potencias se les unan, y en ese caso podrá tener lugar la intervención, pero
sólo a partir de marzo de 1792 se hará efectiva esa alianza. En realidad, esta
Declaración fue un intento de Austria de evitar la guerra inmediatamente, pues
deseaba esperar a una intervención conjunta con Inglaterra, pero Pitt se
resistía a entablar un conflicto con Francia.
Brissot |
Sin embargo, en Francia se
interpretó el documento como una ingerencia en los asuntos franceses y una
preparación para la guerra, lo que permitió a los brissotins (una
facción de los jacobinos) ganar influencia en la Asamblea Nacional y precipitar
la dimisión de Narbonne como ministro de la guerra (Soboul, 1996: 225-226). Los diputados brissotins también quieren la guerra:
para desenmascara a la monarquía y para unir al pueblo y mostrar a las
monarquías europeas el carácter de una nación
libre. Como dijo Brissot, es el interés
de la nación el que aconseja a guerra. Otros jacobinos se oponen, como es
el caso de Robespierre (Soboul, 1996: 232-233).
La traición de María Antonieta
Una vez puestas las cartas sobre la mesa, la
posición de María Antonieta ante la posibilidad de una guerra es más evidente,
a pesar del interés de los historiadores realistas por ocultarlo, incluso
falseando documentos relevantes (Zweig, pág. 369). La reina apuesta por los
defensores de su antiguo poder, es decir, los austriacos; no desea la derrota de
Francia, sino de los republicanos franceses. Y por ello comente una flagrante
traición: cuatro días antes de la declaración de guerra, en abril de 1792, la
reina transmite al embajador austriaco lo que ella conoce sobre el plan de
campaña de los ejércitos franceses (Zweig, pág. 369).
Es una traición desde un punto de vista
nacional, pero este punto de vista apenas es vigente en ese momento. Las
fidelidades aún no son nacionales, sino de clase, o dinásticas, como es el caso
de María Antonieta. Los ejércitos, en 1792, no son aún
nacionales, porque la idea de nación o patria, como determinante de una
fidelidad, aún no impregna los ánimos de la gente. Los reyes saludan la
retirada de las tropas francesas ante el empuje de las prusianas, los intelectuales
alemanes saludan la retirada de las tropas prusianas como una victoria de la
libertad; el duque de Brunswick duda entre comandar las tropas francesas o las
aliadas, aunque finalmente se inclina por las aliadas (Zweig, pág. 370).
La batalla de Valmy, por Vernet |
En los medios intelectuales se da este
desajuste entre la nacionalidad y la fidelidad. Durante la primera fase de la
guerra, cuando las tropas de revolucionarias detienen la invasión prusiana en
Valmy, en septiembre del 92, Goethe celebra el momento diciendo: “Hoy y en este
lugar se inicia una nueva era en la historia” (Soboul, 1996: 261). Otros
intelectuales alemanes (Schiller, Fichte, Hölderlin) esperan la derrota de los
aliados absolutistas como una victoria de los defensores de la libertad, los
revolucionarios franceses. Las tropas austro-prusianas no son aún un ejército
nacional, sino las armas del despotismo (Zweig, pág. 370).
Por esta razón se dice que el uso del concepto de
nación, en este momento clave, aún no es nacionalista. El nacionalismo tuvo en
esta guerra del 92 uno de sus antecedentes, pero en realidad no está maduro
hasta principios del siglo XIX, a partir del vínculo establecido entre la
soberanía popular y la nación: la ley como expresión de la voluntad nacional.
Ese vínculo es completo cuando todos pueden intervenir en la conformación de la
voluntad nacional, primero en la defensa de los logros revolucionarios, y
después, durante la I República, en la construcción de una democracia de base
popular. Precisamente por ello, la Guerra del 92 fue ocasión propicia para
sentir esa unidad de la nación frente al enemigo de los logros revolucionarios.
La batalla de Valmy, en que las tropas revolucionarias consiguieron parar la
ofensiva autro-prusiana, contribuyó al paso desde la simple exaltación
nacional-revolucionaria al nacionalismo. Ese cambio no se confirma hasta años
después, con el fracaso de la democracia popular ensayada en la I República y
la instauración del Directorio (1795-1799), así como a través de las campañas
napoleónicas, que fueron decisivas en la transformación de la exaltación
nacional en elemento ideológico capaz de generar movilización social y
política, el nacionalismo.
La idea de nación todavía
no ha adquirido la connotación nacionalista en este momento, en 1792, pero a
partir de esta guerra va a cobrar más peso, puesto que esta guerra enfrentará a
pueblos europeos mediante ejércitos que acabarán cobrando un carácter nacional
más allá de la adscripción política que defiendan (Zweig, págs. 369-370). Eso
ocurrirá primeramente en Francia, porque el conflicto bélico exterior que la
burguesía francesa, dominante en la Asamblea, desea entablar para neutralizar a
la aristocracia que presiona desde dentro, se transforma en conflicto de clases
por el poder, y a la vez en conflicto nacional. La burguesía necesita a la masa
popular para nutrir sus necesidades bélicas, y a cambio ha de hacer concesiones
sociales en esa concepción de la nación que se había diseñado sólo
censitariamente en la Constitución de 1791. A partir de aquí, la guerra contra
las potencias absolutistas será revolucionaria y a la vez nacional, guerra
revolucionaria de la burguesía francesa contra la aristocracia francesa y
guerra de la nación francesa contra la Europa del Antiguo Régimen coaligada.
Sin embargo, esta alianza interesada entre burguesía y cuarto estado llevará al fracaso del régimen censitario y el inicio
de la fase radical de la Revolución (Soboul, 1996: 227).
El porvenir de una ilusión
La idea nacional, en su sentido más
ideológico, surge del empeño jacobino de albergar a todas las clases sociales,
como respuesta a la versión censitaria de la representación que habían
defendido los girondinos, según la cual sólo son efectivamente nación los
ciudadanos que le aportan un mínimo de renta, los ciudadanos activos, de modo
que los ciudadanos por debajo de ese nivel de renta, la inmensa mayoría de los
franceses, quedaban al margen no sólo de toda posibilidad de elegir, ser
representados o ser candidatos, sino sobre todo al margen de la nación, dado
que la nación no contaba con ellos.
Los jacobinos, en ese sentido, recogían una
aspiración popular, de orden político: el cuarto estado, el proletariado urbano
y el campesinado empobrecido por los abusos de los grandes propietarios,
también encajan es esa idea de nación formulada en 1789 para hacer frente al
poder personal del rey. Y en ese sentido ha de entenderse que, a partir de
julio del 96, las 48 secciones parisinas (las asambleas locales de los
distintos distritos de la ciudad) admitiesen a los ciudadanos pasivos (Soboul,
V, pág. 230).
Esta reivindicación política, este
reconocimiento de que las masas populares son también nación, se convirtió en
nacionalismo, es decir, idea con capacidad aglutinadora de voluntades y de
movilización en torno a un objetivo común, precisamente a partir de la Guerra
del 92: cuando Austria y Prusia atacan a Francia, en realidad es el absolutismo
europeo movilizado contra el republicanismo democrático y revolucionario; pero
esta realidad derivará en la ideología del nacionalismo porque el
enfrentamiento entre una nación y otra, desde el punto de vista francés,
permite movilizar a la población en un momento en que también se declara la
guerra civil de La Vendée, en agosto del 92, que es también una guerra entre
aristocracia y revolución, pero es más ventajoso convertirla en una guerra
entre franceses patriotas y franceses traidores a Francia.
La Vendée |
Naturalmente, la idea nacional sobrevivió a
la Revolución, y fue explotada por los regímenes políticos que emergieron de
sus cenizas, en Francia y en toda Europa, sobre todo a partir de 1815. Para
entonces, la idea de nación ya estaba al servicio de las potencias absolutistas
que se enfrentaron a Napoleón. El nacionalismo sirvió desde entonces para
implicar a todos los ciudadanos en conflictos que respondían a intereses
parciales, de orden político o económico, desde el enfrentamiento entre el II
Imperio francés y Alemania, en 1870-71, hasta las dos guerras
mundiales, pasando por los enfrentamientos postcoloniales que han adornado el
último tercio del siglo XX y aún nos estremecen periódicamente.
Es desde esta perspectiva histórica que se ve
con claridad el profundo engaño que supone el nacionalismo: bajo el nebuloso
concepto de pertenencia al lugar en que se ha nacido, se esconde la diferencia
material que lo social y económico imponen sobre los nacionales, unidos en una
especia de comunión superior por el mero hecho de compartir ese territorio, o
una misma lengua, o una misma adscripción racial.
La idea de nación puede servir para unir en
la imaginación colectiva a quienes en realidad están separados por condiciones
económicas y sociales, como ocurría entre los miembros de los diferentes
estamentos que celebraron los Estados Generales en 1789. Tal es la función de la ideología. El nacionalismo genera
una ilusión de unidad, atractiva en momentos de crisis, y esa unidad ilusoria
es instrumentalizada y puesta al servicio de intereses que no son nacionales,
de todos, sino estamentales, corporativos, parciales (conquistar el poder o
asegurarlo, si ya lo tiene, en la generalidad de las ocasiones). En tal caso,
es sólo una parte de la sociedad la que se beneficia del esfuerzo de unidad
realizado por todos, por el apoyo generalizado que recibe a partir de esa
ilusión.
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Bibliografía
Albert Soboul, La Révolution française.
Paris, Gallimard, 1996.
Michel Péronnet, Vocabulario básico de la Revolución francesa.
Barcelona, Crítica, 1985.
Stefan Zweig, Marie-Antoinette. Paris, Grasset, 2010.
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